¡Hasta la vacuna, siempre!
Vacunados para la revolución. El fin del concepto del “sacrificio solidario” de la militancia de los `60 y `70 y el triunfo del “individualismo partidista” que justifica el robo a su propia abuela de la vacuna salvadora.
Gustavo Sierra
gustavohectorsierra@gmail.com
1 de marzo de 2021

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Corríamos para salvar nuestra vida y la de los otros. Si nos agarraban íbamos a tener que dar nombres, denunciar. No era sólo por nosotros. Era por todos.

La solidaridad era un bien sagrado. Y la esencia del trabajo sacrificado por el prójimo. Dar todo lo que se pueda a cambio de la satisfacción interior de que lo habíamos hecho. Dar una mano a los que menos tenían, transmitirles esperanza y trabajar a la par. Valores que nos habían unido y que estábamos dispuestos a llevar adelante hasta las últimas consecuencias. 

Nos temblaban las piernas y teníamos las caras rojas por la falta de aire. Escapábamos por el terraplén del tren en la parte de atrás de José León Suárez. Un vecino nos avisó: “Están en lo de Lucho preguntando por ustedes. Si los encuentran van a querer llevarse a Lucho y a todos”. Teníamos que escapar. Por nosotros y por los otros.

Los otros eran los vecinos con los que construimos la guardería y los bloques de cemento para no salir a trabajar todos embarrados. También los chicos a los que dábamos clases de apoyo. Los sábados teníamos más alumnos que la escuela del barrio. Y los adultos. Algunos, con vergüenza, nos pedían que les enseñáramos a leer y escribir. Para todos los otros males estaba Carlitos Murias, el cura asesinado en La Rioja y beatificado hace poco por el papa Francisco. Sí, había un componente religioso básico en el grupo, pero no era nuestro único motor. La mayoría lo hacíamos en forma solidaria y el catolicismo era una vía para que no todo estuviera envuelto en la pelea partidario/ideológica de otras militancias. Aunque el concepto que nos llevaba a unos y otros a este trabajo de “esclarecimiento” era el mismo.

Un joven militante del partido oficialista recibiendo la vacuna contra el Covid.

La base de todo era la solidaridad. Ayudar al otro. No importaba cómo. ¿Qué hay que hacer? Con eso bastaba. Eso era lo que nos unía. No era la fe religiosa (yo mismo estaba muy flojo de papeles en ese terreno y terminé abjurando). No era un mismo proyecto político. De hecho, nos dividimos inmediatamente entre los que creían que el camino era a través de la lucha armada y los que estábamos convencidos de que eso no iba a cambiar nada y sólo traería más fascismo (los sandinistas de Nicaragua fueron y son un buen ejemplo). Ni siquiera era una cuestión de clase en la que se va a ayudar a uno menos privilegiado: algunos éramos casi tan pobres como los de la villa, otros ricos hijos de diplomáticos. 

La solidaridad, la camaradería, el estar unidos para estar con el otro. No hacer que se hace mientras obtengo un beneficio. En ese entonces había tantas oportunidades como ahora para sacar ventaja. Estaban los punteros del barrio con los que se podía negociar para tener una mejor posición con los vecinos. Por ejemplo, que permitieran que nosotros también repartiéramos leche y víveres. Pero eso era traicionar, claudicar, era dar pescados sin enseñar a pescar. También estaba el intendente, un mafioso de San Martín. Controlaba casi todo en esa zona. Y mantenía, a un costado de la villa, una especie de gran club para los afiliados a su gremio. Allí había trabajos y dádivas. Lo supimos cuando nos anotamos como asistentes en la colonia de vacaciones para estar más cerca de los chicos de la villa. 

No era militancia para el aguante. Aquí no había partido ni objetivo político o económico. No venerábamos a ningún dirigente. Las discusiones políticas eran eternas. Pero ninguna acción tenía como objetivo “la toma del poder”. A nadie se le ocurría que podría ser candidato a nada. No había ambición de poder. Y no era por nuestra “santidad”. Todo lo contrario. Éramos gente común, pibes y pibas, que una vez que terminó esa etapa cada uno se dedicó a su profesión, salió al exilio, sufrió persecuciones o fue torturado y desaparecido. Nuestros referentes, Carlitos Murias y el Pelado Angelelli, obispo de La Rioja, cayeron asesinados en Chamical.

Fueron tiempos extraordinarios que las nuevas generaciones ven con algún sentido épico. Lo rescatable es el espíritu. El hecho de que la mayoría lo hizo por convencimiento y solidaridad. Nunca por provecho propio o de “la corona”, el partido, los dirigentes. Sentíamos que teníamos el deber de hacerlo. No se podía ser joven sin hacer un trabajo solidario. No se podía ir a la universidad sin un “trabajo de campo” en favor de los más pobres. Esto, en una Argentina con apenas el 5% de pobreza. Pero también fue la época de la utopía armada alimentada por diferentes puntos de pensamiento, pero siempre con el mismo objetivo de combatir a “una oligarquía que sojuzgaba al pueblo”. Sí, era así y aún hoy continúan los privilegios de unos pocos por sobre el resto. Aquí y en el resto del planeta. La concentración de riqueza es el mal más grande de esta Era Digital. Pero muchos de esos militantes no eran mucho mejores. A lo sumo, aún no habían accedido a la riqueza. Estoy convencido de que si algunos de los que propiciaban la lucha armada hubieran tomado el poder, hubieran sido tan totalitarios, crueles y fascistas como los otros. Tampoco hubo una resistencia civil democrática eficaz contra la dictadura por parte de esa “juventud maravillosa. Fueron sus madres las que plantaron la resistencia más efectiva. Las pocas señales de disidencia fueron aplastadas con enorme violencia. El espíritu solidario, de hermandad, fue acabado. Y nuestro trabajo se perdió en el tiempo.

Pero esa manera de “militar”, de ayudar en la medida de nuestras posibilidades, de ser con los otros, estuvo presente en esos años y cientos de miles de jóvenes nos abrazamos a la causa. Era, también, nuestra tabla de salvación. Salvar para salvarnos. Ayudábamos para ayudarnos. De ninguna manera nos hacíamos los solidarios para conseguir alguna ventaja. No estaba en nuestro pensamiento ni ADN. Era dar, no recibir. Jamás hubiéramos aceptado algo colectivo que no lo tuvieran antes los más necesitados. Teníamos un concepto de desprendimiento bastante particular. Hubo compañeros que consideraron que, si no se iban a vivir a la villa en las mismas condiciones que el resto de la gente, no terminarían de comprender lo que sucedía y no serían lo suficientemente “comprometidos”. Compromiso, solidaridad, empatía. Y sacrificio. El imponernos a nosotros mismos un trabajo para beneficiar a otro. Ese concepto, el del sacrificio solidario, es el que nos definía. Y es lo que se perdió en el tiempo. Ya nadie pareciera estar dispuesto a hacer un sacrificio por nadie. La palabra misma está descartada del lenguaje de los más jóvenes. Sí, sé que siempre hay excepciones y que aún hoy persiste en algunos el concepto del sacrificio individual para obtener un objetivo superior colectivo. Pero ya no es la característica de una generación. 

La militancia pasó a ser parte de un proyecto político con el objetivo de la toma del poder. Trabajo, soy solidario, me sacrifico apenas por imponer una idea por sobre otra. Y no importan ni las consecuencias ni el comportamiento de los dirigentes. Se trata de “militar” todo lo posible para no dejar nada al otro, al que piensa distinto, al de otro partido. “Milito para mantenernos en el poder”, escuché decir a una piba con pechera de la agrupación juvenil de moda. Y en este contexto vale todo. Incluso sacar ventajas personales. Conseguir un trabajito por el partido, militar en la “facu” para entrar en las listas, defender lo indefendible por la causa. Para un militante no hay nada mejor que otro militante (de mi propio sector, por supuesto). Ya no se trata de solidaridad con el prójimo. Es solidaridad con el “compañero”. Primero el movimiento después los otros.

Jóvenes militantes recibiendo la vacuna Sputnik V en uno de los locales partidarios.

Este es el contexto en el que suceden estas situaciones impensables de los años 60 y 70, como las que vivimos hoy. Era impensable para esa generación que, por su militancia, unos pibes consiguieron un laburito para atender llamadas de emergencia sanitaria en un call-center. Y mucho menos que esa posición les diera privilegios. Estos militantes de la tercera década del Siglo XXI se auto perciben como “esenciales” y, por lo tanto, sujetos del privilegio. Pibes que creen que la solidaridad pasa por recibir antes una vacuna que tendría que estar destinada a personas mayores de 80 años y con factores de riesgo para sus vidas en medio de una pandemia global que ya se llevó más de dos millones y medio de personas. Cincuenta y pico de miles sólo en Argentina. Y el mismo concepto es acompañado por ex militantes de los años del sacrificio y la solidaridad. Ellos (Verbitsky, Zannini, Valdés) olvidaron por completo los valores de sus años de militancia y se pasaron la fila. Jugaron al “sálvense quien pueda”. Ellos primero, el otro no importa. Es probable que en su momento no hayan tenido incorporado el concepto del “sacrificio solidario”, pero lo conocen perfectamente y saben que en ese entonces era esencial en la filosofía política de cualquier partido, desde el peronismo al maoísmo. 

En el marco de la pandemia, un daño a uno es un daño a todos. Una vacuna menos es un contagiado más. Un enfermo puede ser una cama de hospital ocupada para otras emergencias. Y es global. El estornudo de un contagiado de Covid en Wuhan provoca una epidemia de ahogados por falta de oxígeno en Lima. Aquí el concepto “militante” de “sacrificio solidario” se convierte en universal. El otro ya no está en la villa de José León Suárez. Está en un pueblo remoto de Siberia, en Manaos sobre el Amazonas o en la villa medieval del Sena. Somos todos. Somos 7.800 millones. Y entre éstos, la enorme mayoría que no dispone de privilegios como residencias veraniegas donde recluirse o medicina privada de alto nivel. 

Uno de los pibes, “militando” la vacuna en Tres de Febrero.

Lo escribió el filósofo Jedediah Britton-Purdy cuando todo esto comenzaba: “Las respuestas a escala nacional a las crisis globales ecológicas y epidemiológicas constituyen una forma de mitigación provisional. En este mundo, cada país necesita de los demás para tener un sistema de energía y una infraestructura verde y una economía centrada en la salud y la reproducción social en lugar de la competencia precaria para conseguir un trabajo temporal. Necesitamos ejércitos activos de trabajadores de infraestructuras verdes y enfermeros y enfermeras más de lo que necesitamos a los ejércitos actuales; y necesitamos que todos los tengan. La lección de la crisis climática, que podemos conseguir una forma de abundancia material pública pero que el esfuerzo para tener abundancia privada universal nos va a matar a todos, se trasladó a la pandemia: podemos permitirnos un sistema de salud realmente público, pero si todo el mundo se ve obligado a tratar de mantenerse sano por sí mismo, no funcionará, y tratar de hacerlo terminará provocando muchas muertes”.

Britton-Purdy nos presenta un orden diferente, profundamente resiliente, aun cuando para llegar allí se requiera de una lucha política por el valor de la vida misma, por decidir si estamos aquí para obtener ganancias o para ayudarnos unos a otros a vivir. Levantar estas banderas sería regresar al espíritu del sacrificio solidario que tuvo esa generación de los sesenta y setenta. Muchos de sus hijos y nietos que ahora creen estar reivindicando esos valores, terminan “militando” la vacunación VIP. No sólo le quitan la sustancia que puede salvar la vida de muchos en su propia familia, sino que a su vez lo hacen en forma orgullosa. Con los dedos en V. Reivindicando una victoria de la muerte. 

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