Los argen-coreanos también emigran
Son los jóvenes argentinos hijos de inmigrantes coreanos. Profesionales, trilingües, cosmopolitas. Ciudadanos globales criados en el barrio porteño de Flores. No encuentran en el país las oportunidades que tuvieron sus padres.
Ricardo Mosso
14 de junio de 2021

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Son decenas –o quizás cientos–, y raramente salen en los medios bajo titulares tipo “argentinos que la rompen en el exterior”. Pero existen: muchos nacieron y pasaron su infancia en los barrios porteños de Flores o Caballito, y vienen de fábrica con los ojos rasgados y el idioma y la cultura argentinos. Son coreanos argentos, lo que también quiere decir que desde que tienen uso de razón vivieron episodios de discriminación racial. Con padres que entre las décadas del 60 y el 80 del siglo pasado emigraron a Buenos Aires, fueron trabajadores manuales, luego comerciantes de ropa y hoy caben en la categoría de clase media acomodada, muchos de estos jóvenes contaron con apoyo económico para asistir a colegios privados y a universidades fuera de la Argentina. Eso les permitió repetir una parte de la historia de sus progenitores: la de dejar su tierra natal para buscarse la vida en otros países. Y en ese salto geográfico y existencial se llevaron consigo su capacidad para estudiar y su ética de trabajo, herencia fuerte de la filosofía confucianista de sus antepasados. Pero también aprendieron por experiencia propia que ser inmigrantes no es fácil, ni gratis. Aun equipados con su biculturalidad y su plurilingüismo –la mayoría habla inglés y coreano además de español–, donde vivan no dejan de sentirse sapos de otro pozo. En otras palabras: en el fondo extrañan el concepto argentino de la amistad casi tanto como al asado, las empanadas y hasta el mate.

Esta es una breve historia de seis coreano-argentinos de entre 20 y 30 y pico que dejaron la Argentina para probar suerte en otros rumbos: Liliana Pyon (Canadá), Antonio Beun (México), Pablo Kim y Paola Jeon (Estados Unidos), Alex Chong (Corea del Sur) y Marina Jeon (Singapur). Las circunstancias y sus elecciones los fueron llevando por un camino que en varios aspectos se parece. Lo que es distinto es la manera en la que cada uno vive su relación a distancia con su país de nacimiento, que va desde la nostalgia al amor-odio, con parada en todas las estaciones intermedias. Pero lo que los une a todos es que son genuinamente argentinos. Y genuinamente coreanos.

El K-Pop y la camiseta de fútbol argentina. Combinación muy argento-coreana.

Un tópico del sentido común del “criollo promedio” sobre los coreanos que inmigraron a la Argentina postula que se los recibió con los brazos abiertos, y que es una muestra de ingratitud que sus hijos nacidos en el país emigren en vez de quedarse a trabajar por la Argentina como todos los demás. Una mínima comprobación en la Dirección Nacional de Migraciones puede demoler ese argumento: miles de argentinos descendientes de españoles, italianos, rusos, sirios y otros inmigrantes se fueron –y se siguen yendo– a buscarse la vida a otros países. La pregunta sería por qué no se les pide el mismo “patriotismo” que a los argentinos hijos de coreanos.

Los entrevistados basan en la recurrencia de las crisis económicas argentinas la razón que más influencia tuvo en su decisión de irse del país. Como explica la doctora en Antropología Carolina Mera, pionera en el estudio de la inmigración coreana en el país, en su artículo La experiencia transnacional de un grupo de jóvenes coreanos de la Argentina, muchos coreano-argentinos “frente a posibilidades de trabajo precario y una visión negativa del futuro, tanto en el mercado étnico como en el de la sociedad mayor, optaron por la reemigración como una opción viable”. Mera detalla que los padres inmigrantes de estos jóvenes “se dedicaron y dedican enteramente a la confección y comercio textil, sin embargo, no quieren que sus hijos continúen en esas actividades”.

Espíritu viajero

Liliana Pyon (Ontario, Canadá). Se dedica al análisis riesgos crediticios en un banco. Casada con Miguel, un diseñador gráfico coreano-argentino, tienen dos hijos, Alex y Austin.

Desde los 16 años, Liliana empezó a armarse el proyecto de vivir en Canadá, donde había cursado el último año del secundario y el primero de Hotelería. Pero volvió a su Buenos Aires natal para estudiar la carrera de actuario en la UBA. Cuando se puso de novia con Miguel, reflotó su plan y él estuvo de acuerdo. Se recibió, y en 2016 se casaron, hicieron las valijas y se mudaron a Toronto. Sus dos hijos nacieron ahí; el mayor, Alex, está por empezar el jardín de infantes.

Antonio nunca deseó ser inmigrante en ningún país. Rosarino, se graduó de abogado en Buenos Aires, y entre 2013 y 2018 tuvo distintos puestos en el gobierno nacional y el de la Ciudad de Buenos Aires hasta que le salió una beca para estudiar en Oxford, Reino Unido. Cuando la terminó, intentó sin éxito conseguir un trabajo que le interesara en la Argentina. Tras una pasantía en un organismo estatal en Londres, le dieron el dato de una consultora que necesitaba a alguien con conocimiento de políticas públicas en Latinoamérica. Lo tomaron y ahora vive y trabaja para esa empresa en México.

“Después de haber vivido y estudiado en Estados Unidos, y después de cuatro años de estar de vuelta, en 2011 sentí que Buenos Aires es una asesina de sueños”, dispara Pablo Kim (38 años) desde su casa en Placentia, cerca de Los Ángeles. “En otras palabras, es como que la Argentina a veces se complica un poco… Tipo, yo quiero mucho a mi país –soy porteño, nací en Constitución–, pero en ese momento estaba Cristina Kirchner en el poder y… La verdad que pensé ‘Esto no funciona, así que mejor me voy yo’”.


Pablo Kim (Los Ángeles, EE. UU.) junto a su esposa Joanne. Ex empleado de la multinacional JP Morgan, participó en el reality MasterChef latino. Compra y vende acciones, y hace asado por encargo.

Kim, que en Los Ángeles conoció a su esposa coreano-norteamericana Joanne, confiesa que, cuando era más chico, criticaba la manera estadounidense de encarar la vida. “Pero después vi que los yanquis siguen funcionando –subraya–. O sea, viven en su burbuja, pero vos ves que acá la gente sigue las reglas. Y como no tienen ese ‘argentinismo piola’ nuestro…”. Graduado en relaciones internacionales en Santa Bárbara, y con una maestría cursada en la Universidad Di Tella, Pablo trabajó en la multinacional JP Morgan hasta que en 2017 renunció. ¿Por qué? Lo seleccionaron para MasterChef, el reality show de cocina para la comunidad latina que emitió el canal Univisión en Estados Unidos al año siguiente. No llegó a la final del programa, pero dice que le sirvió de experiencia. Hoy se dedica a tiempo completo a comprar y vender acciones desde su casa, pero su hobby/emprendimiento expresa su pasión culinaria: algunos fines de semana prepara las brasas en una parrilla portátil y hace asado por encargo. A sus clientes, la mayoría estadounidenses de origen asiático, les ofrece un condimento que fabrica en su casa. Su marca: “Pablo Kim’s Chimichurri”.

“A mí me parece que a los coreanos en Argentina le va muy bien con los negocios, pero si querés vivir como un profesional es más complicado en el país”, explica Liliana Pyon (34 años), instalada hace cinco años en Toronto, Canadá. “Yo tenía la posibilidad de venirme y ser profesional acá –cuenta en una videollamada mientras su bebé de un año, Austin, duerme en sus brazos–, y la calidad de vida que podía llegar a tener iba a ser más alta. No tenía intenciones de dedicarme al negocio de ropa; no era mi pasión ni me veía con talento para hacerlo, y a mi marido tampoco”.

Marina Jeon (Singapur). Nació en Buenos Aires, estudió Marketing en Boston y ahora trabaja para una empresa internacional de servicios digitales..

Antonio Beun (33 años) –a quien sus amigos llaman por su nombre coreano, Kyore– tiene una visión similar a la de Pablo Kim: “Por factores objetivos, la Argentina siempre te ofrece una macroeconomía muy difícil; especialmente en tus años más productivos en lo profesional. Te hace muy difícil ahorrar, muy difícil tener cierta certidumbre con cualquier tipo de cosa, sea un crédito productivo o hipotecario”. De paso por Buenos Aires para ver a su familia, y a pocos días de volver a Guadalajara, desde su casa paterna en Villa Crespo opina que la Argentina “te obliga a ser un experto en sofisticación financiera, esto de saber manejar cinco tipos de cambio de dólar, y ver cómo hacés la diferencia entre el oficial y el blue para… Me parece que no está bueno. Una banda cognitiva que, en realidad, la podrías estar dedicando a cualquier otra cosa más productiva, la estás dedicando a sobrevivir en el sistema”. Más allá de su presente profesional, Antonio/Kyore dice que a la Argentina la piensa “siempre desde el punto de vista de volver. Siempre”. “El tema es que necesito una buena excusa: el costo de oportunidad es muy alto”.

Hacerse el Primer Mundo
Paola Jeon (Los Ángeles, EE. UU.). Es graduada en interpretación de lengua de señas por la Universidad de Boston y en educación infantil especial de la Universidad de Columbia. Es docente en un colegio primario especial de West Hollywood.

Para las hermanas Marina y Paola Jeon, la vida fuera de Argentina arrancó como un mandato parental. ‘Trabajamos duro para que ustedes prueben estudiar afuera’, les habían dicho de chicas. Fue así que, con cuatro años diferencia, ambas se fueron a la universidad a Boston. La mayor, Paola (29 años, su nombre coreano es Dajung), emigró en 2010 y se recibió allí de intérprete de lengua de señas. Trabajó varios años como maestra especial en una escuela pública de Manhattan antes de conseguir un trabajo similar en un colegio de West Hollywood donde asisten varios hijos de celebridades. Para que la aceptaran en la universidad, Paola cree que influyó que muchas casas de estudio en Estados Unidos “aprecian la diversidad”. “No somos simplemente asiáticos, sino que somos asiáticos de Argentina –cuenta desde su hogar alquilado en Pico-Robertson, un barrio residencial de Los Ángeles, al sur de Beverly Hills–, que hablamos en coreano, en español, en francés… y yo creo que eso nos ayudó. Y también nos ayudó que pudimos pagar la barbaridad que cuesta una facultad en Estados Unidos, que en su momento eran unos 50 mil dólares al año, sin contar gastos de comida”.

Marina (26 años, la familia la llama por su nombre coreano: Dami), tras instalarse en Boston en 2014 para estudiar sistemas y marketing, encontró en 2018 una pasantía en una empresa de servicios digitales en Singapur. Después de su primera etapa en la ciudad-estado asiática había querido a volver a Argentina, pero la empresa le ofreció un trabajo en California. Así que se mudó a San Francisco hasta que, a fines de 2020 la volvieron a enviar a la ciudad-estado asiática. “Así que estoy moviéndome por trabajo, más que nada –describe Marina desde el departamento que comparte con otras cinco personas en el barrio singapurense de Tiong Bahru–. En Estados Unidos es recomplicado si te querés quedar a trabajar, por las visas, ¿viste?”. Dice que las primeras experiencias de trabajo que hizo allí las logró porque estaba estudiando en una facultad norteamericana: “Te dan un año en total en el que podés trabajar como pasante. Pero en Singapur hay como un work holiday free pass, para el que, si sos estudiante universitaria de ciertos países –creo que Argentina está incluida– podés aplicar vos misma, no dependés de que la empresa te pague a una aplicación”.

Antonio Beun (Guadalajara, México). Es abogado y tiene una maestría en política pública de Oxford. Trabaja en una consultora internacional.

Alex Chong (31 años) llegó a su vida actual en Seúl, la capital de Corea del Sur, más por su pulsión de viajar que por una preocupación por su futuro laboral. Después de recibirse en la carrera de Publicidad en la UCA, por una visa de trabajo temporaria, se pasó todo el 2014 en Australia lavando platos en restaurantes y como vendedor casa por casa. Ahorró algunos dólares y al cabo volvió al país, donde trabajó en los negocios de ropa de sus padres. Después se armó una recorrida por varios países de Asia en plan mochilero. Dice que allí no tuvo una epifanía de identidad, pero igual quiso terminar el viaje en la tierra paterna, Corea del Sur. Le gustó y decidió quedarse, al principio con una tía que vive ahí. Pero para hacerlo como residente legal –solo tenía pasaporte argentino–el gobierno coreano le pedía hacer el servicio militar, previo paso obligatorio por Buenos Aires para iniciar los trámites en la embajada coreana. Se incorporó al ejército de Corea del Sur en marzo de 2019; fueron 18 meses en los que hizo flexiones, aprendió a conducir tanques y conoció a hijos de coreanos nacidos en América Latina y varios otros países. Como no hablaba del todo bien el hangugeo, el idioma local, el jefe lo relevó de los vehículos blindados y lo destinó a la oficina de personal. Cuando le llegó la baja, ya estaba de novio con una chica nativa de Corea. Aunque su fantasía es tener su propia academia de español –ya hizo changas enseñándolo a adultos– hoy trabaja en otro rubro. Desde hace pocos meses es vendedor de una empresa que coloca vehículos de transporte usados en distintos países del mundo: su puesto está la división América Latina. Toma mate, cuando consigue yerba, y tampoco pudo desaprender una estrategia antirrobo argentina: “Después de cuatro años todavía no puedo dejar el celular en la mesa de una cafetería para ir al baño”.

Los pros y los contras de ser “otro”

Para conseguir un trabajo en Seúl, tener cara de coreano no es igual que haberse criado en Corea del Sur. Ser asiático en California puede implicar atraer los insultos y hasta los golpes de algún “supremacista” blanco. No reírse de los mismos chistes, o no haber escuchado la misma música que los compañeros de la universidad en Boston puede volverse una distancia difícil de recorrer. Si los coreanos argentos que hace años que dejaron Buenos Aires comparten algo, es una certeza: tal como les pasaba en Argentina, se saben distintos a la gente de los países que eligieron para vivir. Lo grafica Alex Chong en su cuenta de Twitter: “Soy hijo de coreanos y nacido en Argentina; cóctel de sociedades más racistas no se consigue”.

Para asimilar esa barrera hacen lo que cualquier haría: buscan rodearse de relaciones que son una base de apoyo vital. Para Alex es su novia Jung A, coreana de nacimiento, también el grupito con el que juega al fútbol, en el que hay coreanos locales, de Rusia, de Kazajistán, y dos africanos. A Marina Jeon dos de sus compañeras de departamento nativas de Singapur la van introduciendo en la comida local. Después de una década en Estados Unidos, su hermana Paola se siente más norteamericana que coreana o que argentina, pero dice que en los últimos años se abrió a pensar que no es la etnia familiar lo que la une con sus amigos: “Ahora creo que lo que me conecta con cualquiera es que soy una persona de color, que en Estados Unidos significa no ser de origen europeo”. Igual, extraña una forma de relaciónque considera nuestra: “Los argentinos preferimos cualquier forma de afecto, aunque sea de agresividad, antes que la frialdad de los norteamericanos”.

Alex Chong (Seúl, Corea del Sur). Se recibió en Publicidad por la UCA y aprendió a manejar blindados en el ejército coreano. Trabaja en una empresa que vende vehículos de transporte.

Para Liliana Pyon es más difícil entablar amistades con canadienses: “Tenemos un par, pero es distinta la relación”. Con quienes ella y su marido sí entraron en sintonía fue con un grupo de “expatriados” argentinos, familias de ejecutivos que están viviendo en Toronto: “Cuando nos juntamos con ellos es todo el día: vamos a desayunar, a almorzar, después nos quedamos hasta la noche. Miguel hace asados, y los otros chicos también son buenos asadores… Además, la mayoría viven más en las afueras de la ciudad y tienen mucho patio; nuestros hijos juegan entre ellos. O nos vamos de vacaciones juntos”.

Cuando llega la hora de extrañar, a estos coreanos argentinos les pasa de todo un poco. Paola y Liliana sienten nostalgia por aquello de darse tiempo para conversar con amigos o familia. “Me encanta lo de ‘Che, vayamos a tomar un café’ –señala Paola– y estar cinco horas y que a nadie le parezca una pérdida de tiempo. En Estados Unidos es como todo express, ejecutivo…”. “Acá no existe eso de ‘¡¿Nos vemos hoy?!’”, se resigna Liliana. En Singapur, a Marina Jeon le pasa algo paradójico: “En Argentina hacía lo que tenía que hacer y me iba a dormir. Acá alguien me dice: ‘Che, una amiga está yendo a lo de un amigo para organizar no sé qué…’. ¡Y voy! Es que te tenés que juntar con gente, porque si no, no se puede”.

En Los Ángeles, muy lejos de su Constitución natal, Pablo Kim tiene su dosis de amigos coreano-argentinos. “Francisco y Christian son los que más me veo –dice– porque vivimos relativamente cerca. Uno está en el rubro textil y el otro está estudiando para ser pastor de una iglesia presbiteriana. Nos juntamos para una cerveza y una picada, un asado cada tanto. A veces es con las esposas, a veces solo nosotros”.

Antes de la pandemia, este bróker/asador siempre viajaba a Buenos Aires para las Fiestas para encontrarse con sus padres y sus dos hermanas, que también viven en Estados Unidos. Quizás por eso jura que, trascasi 20 años viviendo fuera de la Argentina, lo que más extraña es la comida. “Sobre todo, la pasta; la pizza también. El asado no lo nombro, porque lo hago yo en Los Ángeles”. Será por eso que, en una visita en enero de 2021 con su esposa, pararon el auto frente a San Antonio, la clásica pizzería de Boedo. Sin siquiera bajarse, se devoraron una pizza grande: mitad napolitana, mitad jamón y morrones.

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