Surrealisme polític català (surrealismo político catalán)
Cataluña continúa en su laberinto daliano. Las elecciones de San Valentín entronizaron a un ministro del Covid, ratificaron a los independentistas y apuntalaron a la ultraderecha xenófoba. Cap a on va Catalunya?
Xavier Mas De Xaxas Faus
15 de febrero de 2021

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Vivimos en la paradoja. Qué duda cabe. En España, Argentina, Estados Unidos, el Reino Unido. Pongan ustedes el país que quieran. En la era de la postverdad, en las democracias liberales ya nada es lo que parece y todo sigue igual (por ahora).

En Catalunya, desde donde escribo este comentario, hemos tenido un San Valentín electoral. Elecciones regionales, que ha ganado el partido socialista gracias al tirón de su candidato, Salvador Illa, hasta hace un mes ministro de Sanidad, responsable de gestionar la pandemia. Paradójico porque España es uno de los países que peor lo ha pasado, uno de los más golpeados. Pero Illa ha salido mucho en televisión y es un hombre tranquilo. Ante el desastre de la Covid-19 parece que, ante la ausencia de soluciones, lo único que necesitábamos era tranquilidad y consuelo.

Los independentistas, sin embargo, han tenido un gran resultado. Volverán a tener mayoría de escaños en el parlamento catalán. Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), un partido esquizofrénico y Junts, otro partido esquizofrénico que, además, no se quiere medicar, podrán formar gobierno con el apoyo de un grupo soberanista de la izquierda anti sistema.

Solo la mitad de los catalanes ha ido a votar. Es la peor participación de la historia. La gente está cansada. Muy decepcionada después de años de pulso soberanista que no ha aportado nada bueno para nadie. Las elecciones se han celebrado con los líderes independentistas en prisión o huidos de la justicia en varios países europeos. No es propio de una democracia funcional. Es propio de una democracia decadente.

Otro dato muy importante, crucial: Vox, partido de la ultraderecha populista y xenófoba, nostálgica del franquismo, ha superado en votos al Partido Popular, la derecha clásica española, que ha obtenido su peor resultado en Cataluña.

Nutrida oferta electoral para los catalanes.

Digo que ERC es esquizofrénica porque a lo largo de su historia ha cambiado de personalidad muchas veces en busca de la independencia. Hoy se presenta como un partido socialdemócrata, dispuesto a dialogar con el Gobierno socialista en Madrid. En el 2017, sin embargo, defendió la declaración unilateral de independencia. Antes había sido un partido tradicionalista, mucho más regionalista que independentista, incluso liberal, aunque este liberalismo duró muy poco y fue reemplazado por un progresismo que llegó a coquetear con el marxismo. Es incongruente, puro surrealismo catalán.

Junts es esquizofrenia no medicada porque suya es la principal herencia del movimiento regionalista y pequeño burgués que, bajo la dirección de Jordi Pujol y su familia, gobernó Catalunya durante más de 20 años. La estrategia era estar siempre detrás del dinero. Desde el gobierno catalán se presionaba a Madrid para conseguir más competencias, mientras la esposa y los hijos de Pujol sugerían a los empresarios que una contribución secreta al partido les abriría las puertas a buenos negocios.

Cataluña y España empezaron a complicarse la vida hace más de 15 años, cuando Pujol perdió el poder.

Las elecciones catalanas del 2003 dieron la victoria a una coalición de izquierdas, encabezada por los socialistas. Sus socios eran ERC y un partido de la nueva izquierda.

Este gobierno lo dirigía un visionario, Pasqual Maragall, el alcalde que llevó los Juegos Olímpicos de 1992 a Barcelona.

Maragall es un federalista. Cree que la mejor fórmula para gestionar España es la federal, y propuso un nuevo estatuto de autonomía. También consideraba que el estatuto de 1978 no tenía más recorrido.

El nacionalismo catalán en las calles de la Barcelona pre-Covid.

Entonces, los socialistas también gobernaban España. Rodríguez Zapatero era el presidente. Maragall pensó que sería muy fácil aprobar un nuevo estatuto que serviría de palanca para forzar la transformación definitiva de España. Los problemas nacionalistas, también de Galicia y el País Vasco, quedarían superados. Zapatero prometió que el estatuto que aprobaran los catalanes, Madrid no lo enmendaría.

Pero no fue así. Zapatero no cumplió. El estatuto sí que fue recortado. Aún así, los catalanes lo aprobaron en referéndum. Era el 2006. El PP estaba en la oposición y pensó que era el momento de jugar la carta del nacionalismo para recuperar el poder. Nacionalismo español contra nacionalismo catalán. Nada de federalismo. España, a su juicio, necesitaba recentralizarse. El modelo ya no era la Alemania que había inspirado la Constitución de 1978, sino la Francia jacobina, sin diferencias nacionales.

El PP recogió firmas por toda España contra el nuevo estatuto de los catalanes porque afirmaba que Cataluña es una nación y equiparaba el catalán al español como lengua oficial en Cataluña. Con estos argumentos y miles de firmas, el PP presentó un recurso ante el Tribunal Constitucional, la máxima autoridad judicial en España. No le importó que el estatuto se había aprobado en los parlamentos de España y Cataluña y había sido refrendado por los catalanes. España estaba en peligro y la derecha acudía al rescate.

Entonces estalló la crisis financiera del 2008 y los argumentos políticos, de uno y otro signo, encontraron un ambiente mucho más favorable para los discursos incendiarios. Se desató la emoción. Frente a la unidad de España que defendían los principales partidos españoles, los catalanes reclamaban el derecho a decidir. Estaban seguros de ganar un referéndum de independencia.

ERC impulsa, a partir del 2009, consultas soberanistas en los municipios. Cientos de miles de catalanes votaron en estos referéndums locales a favor de la independencia. La desafección de Cataluña cristalizó en noviembre de ese mismo año con un editorial conjunto de los diarios catalanes. Lo titularon “La dignidad de Cataluña” y reclamaban al estado español una negociación política para permitir a los catalanes decidir su futuro político.

El Tribunal Constitucional se pronunció sobre el recurso del PP contra el estatuto catalán en junio del 2010. Habían pasado cuatro años y el alto tribunal había perdido en esta causa gran parte de su prestigio al quedar de manifiesto que estaba controlado por el propio PP. El catalán no fue equiparado con el español y la idea de que Cataluña era una nación no tenía ningún valor político o jurídico. Era un sentimiento. Valía para una canción y un poema, pero no para construir una entidad propia, aunque estuviera vinculada a España. España, vino a decir el Constitucional, no es una nación de naciones porque en España solo hay una nación, que es la española. Y punto.

El 10 de julio de aquel 2010, un millón de catalanes llenó las calles de Barcelona. Un grito les unía: “Som una nació”.

Había nacido el movimiento independentista. El autonimismo había quedado sepultado bajo la ofensa que había provocado el Tribunal Constitucional.

Más allá del resultado y lo que está en juego, las elecciones catalanas fueron un magnífico ejemplo de cómo se puede votar en pandemia.

El 15 de mayo del 2011 nació otro movimiento, este social, provocado por la crisis financiera mundial. Los indignados acamparon en la plaza de Cataluña, en el centro de Barcelona, igual que lo habían hecho en lugares emblemáticos de tantas otras ciudades.

Cataluña, como España, vivía bajo un severo régimen de austeridad. El gobierno regional había recortado muchos servicios sociales para contener el déficit. El descontento estaba a flor de piel.

El movimiento independentista encontró que el motor de los indignados era muy apropiado. Al reclamar el derecho a la vivienda, por ejemplo, se añadía que no tenerla era culpa de Madrid. “Madrid nos roba” se convirtió en un mantra del independentismo.

Jordi Pujol nunca quiso celebrar con actos multitudinarios el 11 de septiembre, la Diada, es decir, la fiesta nacional de Cataluña. Más que nación simbólica le interesaba la nación monetaria. A pesar de sus profundas raíces cristianas, el espiritualismo católico no podía entrometerse en la ambición personal de enriquecerse.

Pero ahora que la justicia perseguía a su familia por las comisiones ilegales que habían cobrado durante dos décadas, Pujol era un independentista más.

La Diada del 2012 reunió a 1,5 millones de personas bajo el lema “Catalunya, nou estat d’Europa”. La del 2013 movilizó a 1,6 millones de personas en una cadena humana que recorrió los 400 kilómetros que hay entre la frontera francesa y la frontera con la Comunidad Valenciana.

A la Diada del 2014 asistieron 1,8 millones de catalanes y cientos de miles votaron el 9 de noviembre en una nueva consulta por la independencia, que el gobierno de España, ahora de nuevo en manos del PP, toleró.

El movimiento independentista se acercaba al 50% del censo electoral pero no lo superaba. Ganaba elecciones, como la del 2015, porque el sistema electoral castiga a Barcelona -donde los socialistas son más fuertes- y favorece a las zonas rurales, donde los independentistas arrasan.

Las fuerzas independentistas formaron un gobierno en el 2015 y pusieron en marcha la maquinaria legislativa para separarse de España. El 6 y 7 de septiembre del 2017 el Parlamento de Catalunya dio un golpe de Estado legislativo. La mayoría independentista sacó adelante el paquete de leyes que facilitarían la consulta popular sobre la independencia y la desconexión de España. Necesitaba dos tercios de los votos, pero no los tenía. Así que, previamente, modificó el reglamento para eliminar este requisito de la mayoría cualificada.

El 1 de octubre del 2017 se celebra el referéndum de autodeterminación. España ha declarado que es ilegal y ha movilizado a miles de policías y guardias civiles para impedir que se vote. Estos agentes han llegado a Catalunya jaleados por el nacionalismo español. Gritan “a por ellos”. El gobierno español y la prensa de Madrid llevan meses comparando al independentismo catalán con el terrorismo vasco y el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.

La identidad catalana se amplifica en el mundo a través del Barca de Messi.

Las imágenes de la policía española golpeando a los soberanistas catalanes que acudieron a votar fue un golpe durísimo a la imagen de la democracia española en el mundo. Hubo un millar de heridos y contusionados. Votaron 2,3 millones de personas, equivalente al 48% del censo. El sí a la independencia ganó por el 90% de los votos.

El día 3, el rey Felipe VI habló por televisión. Se dirigió a los catalanes que no eran independentistas. “No estáis solos”, les dijo. Fue un discurso muy duro, a favor del nacionalismo español. El monarca perdió su papel de árbitro y desde entonces solo ha podido volver a Cataluña de incógnito.

Los 2,3 millones de votos (48%) marcan el techo del movimiento independentista. Aún así, a pesar de no tener el apoyo de la mayoría, el Parlamento catalán proclamó la independencia el 27 de octubre del 2017. Acto seguido la dejó en suspenso, confiando en que aún era posible negociar con Madrid. No hubo ninguna declaración institucional. El presidente de Cataluña, Carles Puigdemont, no salió al balcón del palacio de la Generalitat, la sede del gobierno regional, para proclamar que Cataluña era un estado soberano. La bandera española siguió ondeando en lo alto del edificio, en la plaza Sant Jaume de Barcelona.

España, aún así, suspendió la autonomía. Los líderes independentistas fueron encarcelados. Puigdemont y unos cuantos de sus consejeros huyeron a Bélgica, donde todavía siguen.

El Tribunal Supremo mantuvo en prisión preventiva a los políticos soberanistas durante dos años y acabó condenándolos a penas que van de los nueve a los trece años de prisión. Los acusó de sedición, una pena equiparable a desórdenes públicos que no figura en buena parte de las legislaciones europeas y, en cualquier caso, no con la dureza que tiene en España.

Las elecciones de San Valentín en Cataluña no van a resolver este problema. Ninguna de las partes ha dado muestras de querer negociar con buena fe. Es más, parecen cómodas en sus respectivos rincones del cuadrilátero.

El gobierno socialista de Madrid ha prometido ahora abrir una negociación. ERC parece dispuesta. Es posible que el Gobierno indulte a los políticos presos. Nada garantiza que unos y otros mantengan su palabra. Hasta ahora nunca lo han hecho. El Gobierno solo quiere negociar “dentro de la Constitución”, ERC y Junts solo quieren negociar fuera de la Constitución, es decir, reclamar la amnistía de los presos y el derecho a la autodetermianción.

El resultado de esta manera de entender la política, de gobernar e intentar gobernar desde las ideas más que desde los actos, y no hablemos ya de los actos pensados para mejorar la vida de la ciudadanía, es nefasta.

Durante la campaña electoral, por ejemplo, no se ha hablado nada de economía, nada de las empresas, nada del paro, del paro juvenil, que afecta al 40% de los menores de 25 años. Nada se ha dicho sobre el medio ambiente, la sanidad, la educación o la cultural. El debate no se ha movido del terreno del nacionalismo.

La economía española ha perdido un 11% del PIB en el 2020, la peor caída de la zona euro, similar a la que ha sufrido Cuba, y la economía no ha sido un argumento para conseguir votos. Es una prueba más de la decadencia de la democracia en España y Cataluña.

Junts y ERC insisten en que el resultado es histórico para el independentismo. Ha conseguido por primera vez más del 50% de los votos, pero hay que tener en cuenta que la mitad de los catalanes no ha votado. En el referéndum de 2017, hubo casi 2,3 millones de votos a favor de la independencia. En las elecciones de ese mismo año, bajó a los dos millones.  Ahora roza los 1,3 millones.

Otra paradoja esquizofrénica para acabar. Josep Tarradellas fue el presidente de Catalunya durante la dictadura franquista. Vivió exiliado en Francia y no pudo regresar a España hasta la muerte del dictador. Era un republicano federalista, miembro de ERC. Restauró el gobierno de la Generalitat pactando con Madrid de espaldas al nacionalismo catalán que dirigía Jordi Pujol. Esto fue en 1977. En agradecimiento, el rey Juan Carlos I lo nombró marqués, título que aceptó.

Salvador Dalí solo fue el más grande de los surrealistas catalanes, pero como ven, el país está lleno.

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