El mal del mal menor
Perú ejemplifica el fracaso de la democracia como sistema para alcanzar el crecimiento social inclusivo. Los caudillos y presidentes latinoamericanos no han querido que las personas piensen por sí mismas
Xavier Mas De Xaxas Faus
4 de junio de 2021

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Manifestación, obra del pintor argentino Antonio Berni de 1934.

Los líderes de las siete democracias más poderosas del mundo, cuando se reúnan el próximo fin de semana en Cornualles, no hablarán de Perú, pero deberían. Hablarán de cómo construir un mundo más limpio y tecnológico después de la pandemia y de cómo hacer frente a China, Rusia y otras autarquías. La democracia peruana, sin embargo, debería estar en la agenda, y con ella también las de casi toda América Latina porque estos sistemas fallidos no nos muestran de dónde venimos sino, más bien, dónde podemos acabar.

El domingo Perú tendrá un nuevo presidente, el cuarto en menos de un año. Será  un radical de extrema izquierda,  como Pedro Castillo, profesor rural y marxista, o una radical de extrema derecha, como Keiko Fujimori, corrupta y confirmada antidemócrata, primogénita de un dictador que cumple 25 años de cárcel por corrupción y delitos de lesa humanidad, y al que promete liberar.

Alberto Fujimori, un desconocido rector universitario, salió de la nada para derrotar a Mario Vargas Llosa en las presidenciales de 1990. Hoy, el propio Vargas Llosa apoya la candidatura de Keiko Fujimori “como un mal menor” para “salvar al país del totalitarismo”.  Este mal menor, sin embargo, encierra un mal mayor, la pérdida de confianza en la democracia.

El indigenista de izquierda, Pedro Castillo, y la derechista Keiko Fujimori.

Los peruanos no creen en los candidatos a la presidencia, que son muy impopulares y, como muchos otros pueblos latinoamericanos, tampoco creen los partidos, ni en las instituciones democráticas como instrumentos para revertir la injusticia y desigualdad.

“¿En qué momento se había jodido el Perú?”, se preguntaba Vargas Llosa al arrancar Conversación en La Catedral, su gran novelad de 1969, radiografía social que termina sin una respuesta clara porque la pobreza, la corrupción, la violencia  y el caudillismo han marcado el cauce de la historia peruana desde la colonización, como también sucede en gran parte de Latinoamérica.

La violencia, el asesinato de candidatos, por ejemplo, es una estrategia electoral en México, que celebra elecciones legislativas. La brutalidad policial, los linchamientos, han causado más de 50 muertos y 2.000 heridos durante las protestas sociales del último mes en Colombia, las más graves de los últimos 70 años. Ecuador, Bolivia y Chile han visto en los últimos meses estallidos sociales con numerosos muertos. Antes los sufrieron Venezuela, Nicaragua, Honduras y Puerto Rico.

Millones de latinoamericanos desamparados recurren al poder de la calle y de las redes para cambiar las cosas, y a veces lo consiguen. Ciudadanos sin ninguna afiliación política, por ejemplo, dominan la nueva Asamblea Constituyente chilena, la que acabará con la Constitución de Pinochet, la dictadura que lograba la estabilidad y el progreso torturando y asesinando a los disidentes.

Una consigna que se repite en América Latina.

Chile ha sido durante décadas un modelo de crecimiento, al igual que Perú, segundo productor mundial de cobre. El FMI y el Banco Mundial han respaldado estos sistemas económicos basados en la represión política y la explotación de los recursos naturales. Los mercados financieros pueden estar satisfechos, pero han hundido el desarollo colectivo en Latinoamérica al ser incapaces de redistribuir la riqueza de manera eficiente.

¿Por qué no ha habido en América Latina un crecimiento económico y social inclusivo? ¿Por qué América Latina –8,2% de la población y 7% del PIB mundial– no puede acceder, por ejemplo, a la economía del conocimiento?

La codicia de las elites corruptas es solo una parte de la respuesta. Ni siquiera la más importante. Tampoco lo es el crecimiento demográfico. El enorme fracaso económico y político de los caudillos y los caciques, de los presidentes salidos de la nada o criados en los country clubs, se debe a que nunca han estado interesados en que la gente piense por sí misma o, lo que es lo mismo, al desarrollo integral de la persona: educación, salud y  vivienda.

El ciudadano latinoamericano con capacidad crítica, que es pilar de un sistema productivo que  fabrica cosas que no son  fruto de la tierra sino del intelecto humano, y que, al mismo tiempo, puede venderlas arropado por un sólido estado de derecho, está en peligro de extinción.

El peso de las deudas pendientes sobre los hombros de los latinoamericanos.

La pobreza ahoga al 42% de los colombianos y también al 42% de los argentinos. El status quo es  insostenible, no hay paz social, la desigualdad es tan grande que ni siquiera puede corregirse con impuestos progresivos para que los ricos paguen más. Brasil está creciendo al 4%, pero no basta para frenar el desempleo, que ya afecta al 15% de la población.

El fracaso de las democracias latinoamericanas para crear sociedades sostenibles muestra un futuro indeseable, pero, al mismo tiempo, posible para las democracias liberales europeas. Cuando el trabajo pierde rendimiento frente al capital, cuando la relación entre salarios y productividad se rompe, como sucede en las economías extractivas y especulativas, y cuando el poder cae en manos de  populistas que aprovechan la frustración colectiva para socavar la democracia, la persona, sea europea o latinoamericana, lo tiene muy difícil para vivir con dignidad, y la dignidad, como escribía Gabriel García Márquez a su abuelo, el coronel desheredado, “no se come pero tampoco se puede vivir sin ella”.

La única manera de salvar la democracia es salvando la dignidad, y para ello es urgente democratizar las oportunidades con más gasto social y más participación ciudadana. Chile marca ahora un posible camino al bien mayor.

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