Lo predice Nicholas Christakis, sociólogo, médico y profesor de la Universidad de Yale. Sostiene que, desde una mirada histórica, siempre ha habido un período de liberación al final de una peste.
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Como se sabe, la gripe española que azotó el planeta entre 1918, al finalizar la Primera Guerra Mundial, y 1921, comienzo de los llamados Años Locos, no fue gripe y mucho menos española. Aquella pandemia logró enfermar a un tercio de la humanidad, unos 500 millones de habitantes de entonces, y se cobró la vida de otros 50 millones, cinco veces más que el saldo que arrojó en vidas cegadas la Gran Guerra de 1914.
La gripe española comenzó, en realidad, en los Estados Unidos. El paciente cero, considerado así en los anales de la historia de la medicina, se llamó Albert Gitchell, cocinero en el campamento militar de Fort Riley, Kansas, quien la mañana del 4 de marzo de 1918 se reportó con síntomas que derivarían en una brutal neumonía seguida de muerte.
En la Argentina, el saldo mortal de la pandemia dejó la cifra de 14997 víctimas entre 1918 y 1920, según datos validados por el Conicet reportados por Departamento Nacional de Higiene, que en aquellos años cumplía las funciones de un ministerio de Salud.
El virus de la gripe española entró por el puerto de Buenos Aires y se propagó en dos oleadas: primero se instaló en el norte del país, actuales provincias de Salta, Tucumán, Chaco y Jujuy; luego descendió hasta el centro, el litoral, Cuyo y Buenos Aires.
La peste fue “española” debido a la neutralidad de ese país durante la guerra, lo que permitía informar sin cortapisas ni censura política lo que sucedía en una Europa comprometida con el final de la conflagración y la desmovilización de las tropas hacinadas en las trincheras pestilentes. Donde el dato sobresaliente era ese nuevo y extraño virus que paseaban sin saberlo de un país a otro.

Quienes sostienen hoy que tras el fin de la pandemia por el Covid 19 el mundo del siglo XXI vivirá una expansión con esplendor y relajamiento de costumbres similar a la de hace cien años, probablemente incurran en cierto determinismo histórico. No parece haber sido el fin de la amenaza de muerte que traía la peste consigo sino el enorme despegue económico basado en la explosión del consumo y la tecnología industrial posterior a la firma de la paz. Y en el rol cada vez más liberado y autorreivindicatorio de la mujer. Un estado de gracia que duró una década, aunque también fue el preámbulo de la tempestad totalitaria que se avecinaba en España, Italia y Alemania.
El fin de la guerra y la expansión de los años locos coincidieron en la Argentina con la consagración de la Unión Cívica Radical y los gobiernos de Hipólito Yrigoyen y Marcelo Torcuato de Alvear. Lo que equivale a decir, con el ascenso de la clase media y su irrupción en la vida económica del país.
Desde luego, el impulso del crecimiento venía principalmente de la mano de los beneficios del “granero del mundo”. Ya para el Centenario de la Revolución de Mayo, Buenos Aires demostraba un vigor contundente y un creciente gusto por lo europeo, como lo demuestra la arquitectura de la época, impulso favorecido por el poder económico de élites concentradas. El signo de los tiempos fueron las grandes fortunas en manos de una oligarquía pequeña, de una casta social que exportaba a Europa personajes como Martín Máximo Pablo Álzaga Unzué, Macoco para los íntimos, autor de la frase -y práctica- de “tirar manteca al techo”, un sinónimo de derroche y ostentación y a la vez del bon vivant porteño.

Cuenta el diario Época: El origen de la frase acuñada por Macoco data de comienzos de los años 20. “Los jóvenes de la alta sociedad de Buenos Aires gastaban mucho dinero en cabarets y se divertían tirando manteca al techo usando sus cubiertos como catapultas. La idea era competir para ver quién era capaz de dejar pegados más pedazos de manteca o cuál de ellos se mantenía adherido por más tiempo, ganando también el que más tiraba provocando luego la caída de las bailarinas que patinaban con la manteca cuando ésta se caía al piso.
“También gozaban cuando algún fragmento grasoso se despegaba y caía sobre un desprevenido cliente. Esta práctica absurda pero real era propia de los llamados cajetillas o petiteros. Cajetilla proviene de España, donde significa paquete de cigarrillos, sólo que toma el sentido que suele darse a paquete para indicar algo muy arreglado, prolijo o de buen gusto. En tanto que los petiteros eran los que frecuentaban el famoso y exclusivo café Petit París”, sobre la calle Santa Fe, frente a la actual Plaza San Martín.
Macoco figuró en el libro Guiness no sólo por su marca establecida en 1924 al haber ganado el Gran Prix de Marsella, sino también por haber sido el argentino que más dinero gastó en su vida. (…) Macoco solía invitar a comer a sus amigos al restaurante Maxim’s de París. En uno de sus salones especiales había una pintura en el techo con unas valquirias de senos prominentes que sobresalían de los escotes. Una noche, tentado por el aburrimiento digno de un enfant terrible, colocó manteca en un tenedor para ver si embocaba entre los senos de las mujeres de la pintura. Acto seguido se presenció un torneo de tiradas de manteca al techo entre todos lo que lo acompañaban.
“Lo de ‘tirar manteca al techo’ es de moi, eso sí lo acuñé yo´, afirmó Macoco, con una sonrisa”.

Los cambios más visibles en la cultura de los años felices podían observarse en la estética de la mujer y en su lucha por derechos civiles que el código de Velez Sárfield le negaba; en la llegada masiva de los automóviles (y tractores para el campo); y en la suba de salarios.
Cuando en 1916 asume Yrigoyen, el primer presidente radical decide mantener la política de neutralidad respecto a los países involucrados en la Gran Guerra, lo que favoreció la sustitución de importaciones y a la vez una política de exportación de alimentos al continente europeo. Política que se profundizó y extendió después de 1918, al desparecer de los mares los peligrosos submarinos alemanes que amenazaban el intercambio comercial.
Sea como fuere, pero sobre todo a partir de la presidencia de su sucesor, Marcelo Torcuato de Alvear, se verifica una expansión real de la economía. Según el diario Crítica, entre 1920 y 1922 suben los salarios, baja el costo de vida y comienza a disminuir la desocupación. Entre 1922 y 1926 los salarios se mantienen estables, el costo de vida sigue bajando y cae aun mas la desocupación. Y entre 1926 y 1929, los salarios aumentan, aunque también el costo de vida. Este proceso, interrumpido abruptamente por la crisis del 29 y 30, puso fin a un ciclo caracterizado por la diversión y falta de preocupación.
En 1922 el país cuenta con una población de 9.190.923 habitantes; la Capital Federal ya concentra casi 1.8 millones de habitantes. Las vías ferroviarias cubren 43.024 kilómetros, mientras que por las calles porteñas maniobran 6853 autos particulares, 7.176 autos de alquiler; 75 ómnibus y 1824 camiones. En menos escala, 700 motocicletas. Y en el campo transitan ya unos 200 tractores.

Con el fin de la guerra, y también tres años más tarde de la pandemia, todo comienza a cambiar. Cambian los regímenes políticos, las costumbres, se modifican las fronteras y también el rol de la mujer.
Como apunta la historiadora Lyla Sosa de Newton, para la Fundación Buenos Aires Historia: “Los “años locos”, los “roaring twenties” de los norteamericanos, invadieron todos los países y les imprimieron el sello de lo atrevido, lo novedoso, lo sorprendente. En Buenos Aires comenzó a vivirse la euforia de los placeres, como si aquellos muertos no contaran. La consigna era divertirse y adoptar las nuevas modas, reconstruyendo los vínculos con la lacerada Europa y los Estados Unidos y tratando de adoptar lo que embelleciera la vida. Se reanudaron los viajes al viejo continente en los lujosos paquebotes, ya sin el temor de ataques de los submarinos alemanes. Las modas en la indumentaria, los nuevos automóviles, la música de jazz entronizada en todos los ambientes, la casi liberación femenina que se había insinuado y ganaba terreno velozmente, aparecieron en nuestra orgullosa capital con resabios coloniales”.
Continúa el artículo de la historiadora Lyla Sosa de Newton: “(…). La ropa femenina se simplificó porque, llamados los hombres al frente, las mujeres ocuparon sus lugares de trabajo. No fueron sólo enfermeras, conductoras de vehículos y asistentes calificadas en las oficinas y fábricas. Ostentaron su capacidad para todo tipo de tareas y para tomar decisiones. Eso ocurrió en Europa, pero aquí, y de la manera más natural, invadieron espacios que les estaban vedados en nombre de no se sabe qué mandatos. Y comenzaron por el atuendo, que les venía de allende los mares con sus revolucionarias innovaciones.
Primero apareció la melena. Se pasó del peinado con simulacro de patillas con el rodete en la nuca, al pelo corto sin disimulos. Fue entre los años veintidós y veintitrés cuando las primeras melenas desafiaron a los que despotricaban contra ellas. Mujeres de todas las edades salieron a la calle con el nuevo corte, gracioso y sentador. El cine, cuándo no, tuvo su parte en estas osadías porque, ¿quién no quería parecerse a las estrellas de Hollywood con sus deliciosas melenitas? Y fue en 1924 cuando un compositor lanzó aquello de “Pero hay una melena…”. Era el argentino José Böhr, a quien se le ocurrió usar el candente tema en la revista A ver quién nos pisa el poncho que estrenó ese año en el Teatro Porteño, entonces catedral de ese género y donde, acompañado por varias coristas, cantó su graciosa canción con ritmo de fox-trot. Aparentemente ridiculizaba al nuevo peinado, pero en realidad se rendía ante la belleza de una “melenita de oro”, la de “su nena”, que lo volvía loco. Todo Buenos Aires la cantó. En muy poco tiempo, y pese a las protestas de maridos y padres, quedó desplazado el antihigiénico pelo largo. Las mujeres trabajaban en oficinas, tiendas, correos, comercios, por no mencionar la educación, casi copada por ellas, y practicaban deportes, y enseguida adoptaron la cómoda moda. También se multiplicaron las casas de peinados y se difundieron la “ondulación Marcel”, las tinturas para el pelo y los institutos de belleza.

Algo parecido sucedió con el largo de la falda y la ubicación de la cintura. En los años de la guerra los tobillos comenzaron a mostrarse tímidamente. A fines de esa década se veía parte de la pantorrilla, como se ve en figurines y fotos. La silueta se hizo recta y el pecho se acható, según se comprueba en revistas y en propagandas de corpiños y ropa interior. Atrás habían quedado las siluetas de curvas opulentas y cintura de avispa. Los trajes de baño mostraban parte del muslo en mujeres y hombres, pero fuera del agua era de rigor taparse con la salida de baño. Causaron sensación las películas de bañistas que Mack Sennet hacía en Hollywood. Poco después aparecían los piyamas de playa, como en los balnearios europeos. Las audacias eran tema de comentarios. En Caras y Caretas, “La Dama Duende”, seudónimo de la periodista Mercedes Moreno, lanzaba ácidas críticas contra las modas que venían de París, casi siempre traídas por las argentinas que viajaban. Los hombres vestían discretamente y copiaban al príncipe de Gales, supuesto árbitro de la elegancia. Fuera de eso, algunos se atrevieron a salir con la colorida corbata Tutankhamón cuando, en 1922, fue descubierta la tumba inviolada del joven faraón egipcio.
Los sombreros femeninos, las cloches, muy encasquetadas, acompañaban las sucintas melenas, y no faltaron los cortes a la Louise Brooks, actriz americana que causó sensación con su casco renegrido, lacio y con flequillo, que lucía en La caja de Pandora, película alemana de 1929. El cine se había enseñoreado de la vida diaria y sus estrellas brillaban. El público de esa década, que aplaudió a Mary Pickford, Douglas Fairbanks, John Barrymore, Gloria Swanson, Clara Bow, Norma Shearer y muchos otros ídolos del cine mudo, adoró a Rodolfo Valentino, a Greta Garbo y a Marlene Dietrich, que llegó de Alemania para imponer su tipo de seductora. En un ámbito más popular, las modas las dictaba Hollywood y no había muchacha que no quisiera ser como las diosas de la pantalla. Pero no obstante el poder de difusión del cine americano, nada podía competir con lo que venía de París”.
Por lo expuesto, vale subrayar el ascenso de la mujer como el hecho más trascendente y saliente de la década. Las transformaciones sociales debían consagrar en la letra de la ley por imperio de la presión social, por la potencia de lo cotidiano, de los usos y costumbres: la reforma del Código Civil de 1926 quitó a la mujer del estado de incapacidad jurídica que vivían en el mismo renglón que los locos, los niños e incapacitados como sordomudos. Faltaba mucho aún para que se le reconocieron los derechos políticos (1947), pero sin duda fue un salto cualitativo.
¿Vuelven los felices años 20?

“Después de la pandemia vendrá una época de desenfreno sexual y derroche económico”
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Livin´ la Vida Loca
Aglomeraciones en manada regadas de alcohol y drogas. Escenas que se repiten desde Miami hasta Pinamar y Madrid. ¿Es el comienzo de un regreso a los “felices años 20” del Charleston y el Gran Gatsby? ¿O es el trasfondo social de una incierta transformación científica y tecnológica? Lo que podemos aprender de esa década del siglo pasado.

¿En qué se sustentan los augurios de libertinaje sexual de la pospandemia?
Una respuesta al planteo de Nicholas Christakis. ¿Y las bacanales?, ¿dónde están esas orgías de las que habla el investigador de Yale?, se pregunta el autor.
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