Plumas, sapitos, ojos de vidrio, orejas de goma, solapas y sifones
Los eufemismos con que nombran los argentinos a los espías del aparato de inteligencia del Estado. Espionaje del siglo XXI con intrigas del XVIII.
Claudio Savoia
10 de agosto de 2020

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Sin anteojos oscuros ni el glamour con que los barnizó el cine, a los espías del siglo XXI los desafía el mismo problema que a los tambaleantes medios periodísticos: editar oceánicas cantidades de información y de imágenes para hacerlas digeribles a su público. Igual que a los periodistas, los datos fluyen hacia ellos casi sin necesidad de salir a buscarlos.

En menos de ocho años, la explosión tecnológica puesta al servicio de la vanidad humana convirtió a las redes sociales en el vehículo dorado de datos personales, familiares, laborales y hasta bancarios; documentos y fotografías, conversaciones completas por escrito, audio o video, ofrecidos por Internet a cualquier “amigo”, “seguidor” o “compañero de sala” en un chat. De acuerdo: la oferta es tácita, engañosa, casi siempre involuntaria. Pero ahí está. Sólo hay que organizarla, recortarla y orientar esa selección para que satisfaga al cliente.

Esa navegación en “fuentes abiertas” -como disfraza el argot- es hoy el límite legal de los espías, y la más sabrosa salsa para esconder en ella otros datos recolectados fuera de la ley. Bueno, la ley y el espionaje nunca se llevaron bien.

Lo que no cambia desde hace siglos es el interés de los gobernantes, los poderosos y los influyentes por tener la mejor información respecto a sus súbditos, sus enemigos y sus competidores. También de sus socios e incondicionales, desde luego. No importa cuánto dinero cueste, cuánta tecnología sea necesario comprar, ni cuántos informantes sobornar. Tampoco el riesgo que se corre.

Periódicamente estalla algún escándalo por el descubrimiento de redes de espionaje ilegal sobre políticos de la oposición de turno, jueces, empresarios y periodistas, todos ellos blancos permanentes de las pesquisas. Los casos se repiten a sí mismos, y duran bajo los ojos de la opinión pública casi la misma nada que perduran activos en los tribunales. Es un juego admitido por todos, cuyos roles se intercambian con el correr de los años. Y en el que nadie es inocente.

Tan nebulosa es la silueta de los espías que habitualmente se habla de ellos como empleados o agentes de “los servicios de inteligencia”: un plural consistente con la indefinición de un sujeto multiforme, divisible en facciones y fracciones que pueden asociarse, disociarse, ignorarse e independizarse entre sí, y respecto de sus eventuales jefes. Que lo saben y también lo usan. Es la regla uno del espionaje: “si te descubren, no te conozco”.

Vamos a la mesa de arena. Después de todo, es el mejor material para construir un mapa inestable y momentáneo, débil y maleable como el organigrama de los servicios de Inteligencia. En la Argentina, el organismo central de esa familia es la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), último nombre de la sempiterna secretaría creada por Juan Domingo Perón en 1946 para emular a las flamantes agencias nacidas en todo el mundo al calor de la Guerra Fría.

La AFI depende del presidente, que sea cual fuere su nombre pocas veces controla lo que se hace allí. Un poco porque -como cualquier empleado público- los espías tienen sus propios objetivos personales antes que los indicados por sus superiores, y otro poco porque prefiere no saberlo.

Además de la AFI, la Gendarmería, la Prefectura, la Policía de Seguridad Aeroportuaria, la Policía Federal, la de la Ciudad de Buenos Aires y las de cada una de las provincias tienen sus respectivos departamentos o direcciones de Inteligencia. También las tres fuerzas armadas. Entre todos aportan más de 5.000 soldados al ejército de espías.

El zoológico de agentes es tan nutrido que en la “comunidad de Inteligencia” cada tribu tiene su sobrenombre: la Policía Federal tiene a los “plumas”, la Gendarmería a los “sapitos” u “ojos de vidrio”, la Prefectura a los “orejas de goma”, el Ejército a los “solapas” y la Fuerza Aérea a los “sifones”, por ejemplo. Todos ellos deberían trabajar para descubrir e investigar delitos complejos, redes de narcotráfico y trata de personas, terrorismo, contrabando, mafias y corrupción. A veces lo hacen, por supuesto. Pero el tiempo sobra, y a cualquier gobernante le cuesta resistir la tentación de utilizar la capacidad humana y tecnológica ociosa.

La AFI no tiene límites para contratar a sus espías. Ni administrativos ni económicos: en 2020, como parte de la última de las recurrentes lavadas de cara que se ensayan sobre el sucio organismo, el gobierno blanqueó un presupuesto de 479.130.264 pesos. Casi 480 millones. Según el anuncio, de esa bolsa habrían desaparecido los cientos de millones de pesos habitualmente etiquetados como fondos reservados, que jamás se rindieron ante nadie y que luego de una eliminación parcial en el último año de gobierno de Cristina Kirchner, volvieron completamente a la oscuridad de la mano de Mauricio Macri.

De ese bolsillo de payaso en que se convirtieron los fondos reservados bajo todos los gobiernos -al menos hasta ahora- salió el dinero con el que se pagaron operaciones políticas sucias, se compraron fallos judiciales y se adquirieron equipos de intervención de teléfonos, correos electrónicos y otros programas de comunicación, cuya tenencia no puede ser admitida sin tener problemas con el Congreso de la Nación y la opinión pública.

La casa de los espías, la AFI, frente a la Casa Rosada.

¿Cómo se realiza el espionaje sobre cualquiera de nosotros, si despertáramos el interés de algún agente? Bueno, hay varios caminos posibles. Por lo general, se emprenden todos a la vez.

El más básico, antiguo y efectivo para empezar, es el seguimiento personal: una vieja técnica muy venida a menos, ahora encargada a novatos o inútiles que, como bien certifica el dicho, “los mandás a espiar y tocan el timbre”. Si la orden de “caminar” a una persona provino de un superior o de un juez -que en los expedientes suelen ordenar “discretas tareas de inteligencia”- ese trabajo estará organizado por turnos, cumplidos por distintas personas que no se repitan en menos de dos semanas al menos. También podrán aparecer oportunas paradas de diarios, vendedores ambulantes o hasta mendigos en las inmediaciones del objetivo.

Los “caminadores” sacarán fotos del espiado cuando entra o sale de su casa, anotarán sus rutinas, se sentarán en alguna mesa cercana del bar que frecuente el objetivo. Si tienen suerte, se cruzarán con alguna amante, una traición a un familiar o un amigo, la información más valiosa de todas para “jugarla” en el momento indicado si es necesario.

Esa tarea de campo se perfecciona gracias a la tecnología. La proliferación de cámaras de seguridad en esquinas, negocios, bancos y lugares públicos multiplica los ojos de los espías. Se pueden capturar las señales de esas cámaras, o instalar las propias. El disfraz de operarios de una compañía telefónica o de servicios de Internet alcanza para trabajar con la tranquilidad suficiente.

La otra pata de la mesa del espionaje básico se martilla con un buen set de escuchas telefónicas e intervenciones de correos electrónicos y chats de WhatsApp. Hay dos maneras de lograrlas, y las dos se usan, claro. La primera, con cobertura legal, es incluyendo los teléfonos de la persona a la que se está espiando en el pedido de algún juez en el marco de alguna investigación penal, para que la agencia oficial que realiza las intervenciones telefónicas empiece a escuchar de qué se trata.

En Argentina, ese botín es fuente de permanentes tironeos. Durante décadas perteneció a la SIDE, secretaría de Inteligencia antecesora de la AFI. En medio de una gran intriga política, en 2015 la presidenta Cristina Kirchner pasó esa oficina al comando de la Procuradora General de la Nación, la jefa de los fiscales de absoluta sintonía con Cristina. Apenas llegó al poder, el nuevo presidente Mauricio Macri le quitó el juguete a la procuradora, y lo remitió a la Corte Suprema de Justicia de la Nación que por ahora la mantiene bajo el nombre de Dirección de Asistencia Judicial en Delitos Complejos y Crimen Organizado (Dajudeco).

Si el juez -bajo alguna buena razón penal que intente justificar el pedido, o algún otro tributo económico personal- acepta ordenar esa “pinchadura”, la Dajudeco grabará las conversaciones y remitirá el “producido” al juzgado. Muchas veces, los jueces derivan las grabaciones a la AFI para que las desgraben y aporten al expediente “lo que sea de utilidad para la investigación”. Una vez más, los espías quedan bajo control de todo.

El otro camino para capturar las conversaciones y chateos del espiado es intervenir ilegalmente sus comunicaciones. Y a otro tema. Existe tecnología para hacerlo, mediante antenas y aparatos que comenzaron a usarse disimulados en valijas o portafolios: sólo había que acercarse lo suficiente -menos de cien metros- a la línea que se desea capturar. Antes de eso, electricistas y operarios instalaban bypass en los cables de telefonía fija con pinzas cocodrilo, que eran retiradas cuando cesaba la necesidad de espiar. Los viejos agentes recuerdan esas épocas con la nostalgia que siempre despierta todo lo artesanal.

Lo más moderno, por supuesto, son los programas informáticos de captura y hackeo de las comunicaciones. Un bichito que logra entrar en la computadora o el celular, y ya está.

Pero tampoco esa es la última ruta del espionaje sobre cualquier objetivo, humano o jurídico, como una empresa o un sindicato. Si los agentes trabajan bajo la orden de un juez o un superior -repito la condición- también podrán hacerse de mucha otra información crucial, cuyo acceso es ilegal pero su valor incalculable: datos fiscales y gastos de tarjetas de crédito, por ejemplo. Sólo hay que gestionarlo ante el organismo público correspondiente.

Entonces se abrirá a los espías el parque de diversiones que representan otras oficinas públicas que por su trabajo cuentan con información sensible de los ciudadanos, y que en un pase de magia serán incorporadas a la constelación de la vigilancia del Estado. En Argentina, el organismo recaudador (la AFIP) es el más merodeado por los agentes. También la Inspección General de Justicia, donde se registran y controlan todas las sociedades, la Unidad de Información Financiera (el organismo antilavado de dinero que existe en todos los países) y las oficinas que manipulan datos previsionales y bursátiles.

Todos ellos son algunos de los organismos públicos que, al ceder su información con fines políticos y sumarlos a gigantescas bases de datos ajenas a la función para la cual fueron recolectados, comenzaron a participar del espionaje interno irregular. La búsqueda de los espías en esos archivos, y su respectivo resultado, también pueden disimularse en medio de un informe crediticio de acceso legal, otra fuente abierta que se usa mucho para traficar datos de origen espurio.

No es todo. En los bolsillos, billeteras y carteras, todos llevamos una estampilla que también puede ser despertada por los espías. Los documentos de identidad y pasaportes más modernos incorporan un chip con datos personales, y la tarjeta prepaga que se utiliza para viajar en trenes, subterráneos o colectivos mantiene la huella de cada uno de los viajes, el sitio en que embarcamos y nos apeamos, la hora exacta. El GPS del teléfono celular es mas preciso aún. E igualmente accesible.

Volvamos al comienzo: estas intrincadas fuentes de información preciosa e ilegal se ocultan y superponen con los miles de datos que alegremente se publican en las redes sociales. Aunque luzcan menos misteriosos, hoy son tanto o más útiles para los espías que los otros. Y sólo tienen que desarrollar la habilidad de leerlos y editarlos correctamente para obtener información importante. En la jerga de la Inteligencia, es clave tener un buen “analista”.

Bien, hasta ahí las vías de recolección de información, imágenes y datos que las agencias oficiales de espionaje realizan habitualmente, con o sin justificación en la defensa de la seguridad nacional. Generalmente sin.

Pero la realidad diaria es más anárquica aún. Lo más frecuente, antes, ahora y siempre, es la labor de grupos de agentes, exagentes, informantes o buches que se asocian de modo fijo o eventual para realizar “trabajos” por su cuenta. Información precisa, completa e inalcanzable para cualquier persona se paga muy bien por parte de políticos, empresarios, abogados o periodistas. Pero no sólo de ellos: las propias agencias de inteligencia y los gobiernos pueden llegar a “tercerizar” las tareas más sucias e injustificables, el espionaje político -por lejos la principal ocupación del personal de inteligencia- o empresarial.

Estos emprendimientos son los que suelen descubrirse periódicamente, con la caída o la traición de algún eslabón. Según convenga, el descubierto dirá que le habían encargado espiar a tal o cual político opositor, a este o aquel periodista incómodo. Según convenga, los gobernantes desconocerán a esa pieza oscura de la administración pública, se harán cruces y le echarán la culpa a alguna conspiración opositora. Y la rueda seguirá girando.

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