¿Es lo mismo el que labura noche y día, que el que vive de los otros?
Argentina se debate entre las estériles antinomias de hacer del mérito un culto o imponer la dictadura del bien común. En la tercera década del siglo XXI aparecen como consignas anticuadas y superadas.
John Reichertz
20 de noviembre de 2020

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La marca Juntos por el Cambio condensa, por primera vez, muchas miradas y relatos sobre la Argentina que no habían tenido hasta hace unos años referencia política. Adelanto del libro La Caída de Guillermo Levy.

¿De veras? ¿Argentina corre el peligro de ser, o ya es, una sociedad dominada por el culto al mérito? ¿Es ese la raíz de la crisis actual?

Hace 85 años la letra del tango Cambalache terminaba con una afirmación contundente, sobre este tema actual. Esa afirmación, hoy, se ha convertido en esta duda:

¿Es lo mismo el que labura noche y día como un buey, que el que vive de los otros, que el que mata, que el que cura o está fuera de la ley?

Por lo cantado, desde hace muchos años, Argentina ha tenido una relación conflictiva con el tema del mérito. En la Década Infame, por lo que lamentaba Enrique Santos Discépolo, el problema era que el mérito no se tomaba en cuenta:

“Todo es igual. Nada es mejor. Lo mismo un burro que un gran profesor”, avisaba el tango, que luego agregaba, que, “cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón”.

Más de ocho décadas después el tema sigue presente, pero ahora la preocupación de ciertos lados parece ser que la sociedad argentina del siglo 21 da un exceso de énfasis sobre el mérito de las personas.

¿Es así? ¿Argentina ha cambiado? ¿Cuáles son los valores que guían a la sociedad? ¿Es cierto que un apego ciego al mérito nos depositó en esta nueva versión de crisis? ¿O es, como afirman otros, que la falta de respeto y el atropello a la razón sigue vivo y coleando?

Es un tema complejo, que tiene raíces filosóficas, por un lado y sociológicas por otro, cada una puesta a prueba en la experiencia histórica.

Esfuerzo diario. Los panaderos trabajan de madrugada por salarios muy bajos.

Daría la impresión que el debate actual se cristalizó primero fuera del país, con: el análisis sobre el fenómeno de las victorias electoral de Donald Trump en 2016 en Estados Unidos, el voto del Brexit en el Reino Unido y luego la victoria de Boris Johnson como primer ministro en 2019.

Ciertos analistas vieron en estos resultados un rechazo a la globalización, sistema que según ellos ha sido impulsado por una elite que domina mediante una meritocracia tramposa que excluye de acceso a sus filas y de sus beneficios a gran parte de la población.

O sea, la globalización dio vida a una aristocracia hereditaria nueva, orgullosamente vestida en ropa del mérito, que es como una armadura que lo exime de cualquier responsabilidad frente a la miseria que lo rodea.

Cristina Kirchner, comentando sobre la victoria de Trump en 2016, dijo:

“Lo que el pueblo de Estados Unidos está buscando…… es alguien que rompa con un establishment económico que lo único que le ha causado es pobreza, desalojo, perdida de sus casas, perdida de su trabajo. Eso es lo que paso”.

Lo que sostenía la expresidenta, era similar a lo expresado por pensadores de similares características. Ellos sostienen el sistema neoliberal favorece a un reducido número de “ganadores”, creando a la vez una clase extendida de “perdedores”.

Los “perdedores” no solamente han sufrido económicamente a manos de un sistema en que el individualismo desenfrenado toma preeminencia sobre la solidaridad, sino que también les ha negado su sentido de dignidad. No ameritan respeto ya que perdieron frente a otras personas en la competición por prosperar. Son, “perdedores”.

Marcha de las organizaciones sociales piqueteras, representantes de “los perdedores” en la sociedad argentina.

Pero lo que está en juego en la discusión sobre mérito es mucho más profundo, ya que, en su extremo, y siempre parecemos llegar a los extremos, lleva a las siguientes dudas:

#¿Existimos para satisfacer nuestros propios intereses por medio de nuestras habilidades y esfuerzos, o deberíamos dedicarnos plenamente al bien común, ser un engranaje de la sociedad sin expectativa de retorno? 

#¿Nuestra voluntad individual, si es que existe, nos permite crear nuestro propio destino, o es una ilusión que nos hacemos, que desconoce lo que heredamos por bien o por mal, desde la genética, nuestros padres y la civilización?

#¿De nacimiento y después, somos deudores a la sociedad, o no le debemos nada a nadie? Por otro lado, pero dentro del mismo concepto, ¿si hubiera nacido en situación de indigencia económica y social (que no es mi caso, lejos), la sociedad hubiera estado en deuda conmigo?

#¿Hasta qué punto tenemos responsabilidad individual por nuestro bienestar, y si nosotros individualmente no lo tenemos, quién lo tiene?

En respuesta a estas preguntas, los críticos de los últimos tiempos ubican a la filosofía del mérito, por un lado, como un sostén del individualismo a ultranza y causa de desigualdades en la sociedad. Por el otro lado, colocan al mérito como impedimento a las visiones del bien común y la inherente dignidad de las personas.

Es un poco dramático, planteado así, pero nos ayuda a entender como nos aproximamos al tema. Personalmente, en el día a día, creo que hay mucho terreno intermedio, pero eso no responde a la pregunta fundamental sobre cuál es el parámetro básico de nuestra organización como sociedad.

El concepto del mérito como valor útil para organizar ciertos aspectos del funcionamiento de la sociedad podría tener su origen inicial en el Siglo 18 con las teorías del economista escocés Adam Smith, quién postuló que la sociedad avanzaba sobre la acumulación de resultados de los actos interesados de los individuos.

Su filosofía laissez-faire fue el embrión del neoliberalismo denunciado en la actualidad.

Charles Darwin, quién en el Siglo 19 popularizó la teoría de la selección natural, observó como las especies prosperaban, o no, mediante un proceso de selección cumulativo. Esto ocurría sobre una infinidad de situaciones puntuales, en las cuales las características de cada ejemplar de las especies propiciaban, o no, su capacidad para sobrevivir y transmitir a futuras generaciones las bondades de los factores que fueron decisivos en los resultados.

Con Darwin, había ganadores y perdedores. Pero no había absolutos. El sapo acuático se proliferaba en un pantano lleno de insectos, pero las mismas características que lo impulsaba al éxito en ese contexto, jugaban en contra en otras situaciones, como en las sequías. Siempre había un elemento de azar, en el contexto. Tampoco, en principio, estaba en cuestión la voluntad humana.

Pero volviendo al contexto, daría la impresión que el contexto que nos rodea en nuestras vidas también influye mucho en las filosofías sobre la naturaleza de los hombres y las sociedades.

No hay duda de que el Objetivismo de Ayn Rand, autor de novelas muy populares en las escuelas de negocios occidentales, novelas que glorifican al individuo en su derecho de optar por la vida de su elección sin sentirse endeudado con la sociedad, reflejan el rechazo a la sumisión absoluta del individuo al estado en la Rusia posterior a la Revolución de 1917. Rand escapó de Rusia en 1926 y luego vivió el resto de su vida en Estados Unidos.

Tom Wolfe, el autor de La Hoguera de las Vanidades basado en la filosofía del monje Girolamo Savonarola del 1400

Por otro lado, el novelista estadounidense Tom Wolfe, en su novela “La Hoguera de las Vanidades”, se burla del hombre de negocios supuestamente omnipotente del capitalismo norteamericano. Muestra como el individualismo exaltado de ese hombre, que se siente como el “Maestro del Universo”, choca contra su fragilidad humana por un incidente mundano que lo descoloca de su trono en el universo.

Wolfe deja picando la duda sobre si los yanquis no afanan en su ambición de creerse “self-made men”, que por lo tanto no deben nada a nadie y no tienen límites en sus aspiraciones económicas y de poder.

De hecho, una de las obras actuales que es de referencia para los críticos de las sociedades basadas en un sentido de mérito, es la “Tiranía del Mérito – ¿Qué pasó con el bien común?”, escrito por Michael J. Sandel, un profesor de la Universidad de Harvard. Analiza las particularidades de una sociedad, como la de Estados Unidos, en que la mística del merito es el corazón de un culto visto como el motor del éxito económico fenomenal del país, y a la vez de las grandes desigualdades económicas y sociales.

Para Sandel, el culto al mérito tiene un doble mensaje. Por un lado, dice que el exitoso, gana de buena ley los beneficios económicos y el reconocimiento por sus esfuerzos. Por el otro, que la persona que fracasa, merece los resultados de esa situación, incluyendo la pobreza y el estigma de ser un perdedor dentro de la sociedad.

“La convicción meritocrática de que la gente es merecedora de las riquezas con que los mercados reconocen sus talentos hace que la solidaridad sea un proyecto casi imposible”, escribió Sandel. Agregó que por lo tanto surge la pregunta sobre “porque los exitosos deberían algo a los menos aventajados miembros de la sociedad” si todo lo que acumularon fue resultado exclusivo de su obra, trabajo y sudor.

Indudablemente, Estados Unidos es uno de los ejemplos mundiales de las economías de mercado, de la tradición laissez-faire.

Pero, ¿Qué es Argentina? Ay, que pregunta.

Quizás una reflexión desde otra perspectiva puede ayudar. Soy estadounidense trasplantado aquí. Algunos amigos me dicen que me echaron de mi país, porque no puede haber otro motivo para mi permanencia aquí durante, uy, casi 40 años.

A través de los años he tenido una pesadilla recurrente, que se presentaba cuando me ponía en piel de argentino. En esa pesadilla, me veía cayendo de espalda por medio de un vórtice sin fondo. Para frenar mi caída, intentaba agarrar las paredes airosas del vórtice, pero nada. Estaba allí el infaltable amigo para darme ánimo, algo muy argentino. Pero él, solidario, estaba en la misma.

La solidaridad social como contrapartida a la distribución de la nada.

Cuando en mi país de origen me preguntan cómo es el argentino, les digo: es un sobreviviente.

Hace poco el presidente Alberto Fernández tomo partido en la discusión con la siguiente afirmación, que debería dejarnos a todos contentos ya que hay un poco para cada lado:

“El mérito sirve si las condiciones son las mismas para todas y todos, porque si algunos tenemos las mejores condiciones para desarrollarnos y otros no, el mérito no alcanza. No existe el mérito donde el más tonto de los ricos tiene más posibilidades que el más inteligente de los pobres”.

Es importante reconocer que muchos que estarán leyendo este texto extendido han tenido privilegios que les dan ventaja en el tema del mérito, desde la familia, el acceso a la educación, el contexto cultural inmediato, la ausencia de tragedias de salud o de eventualidades como desastres naturales. Otros, no.

Lo más importante, de todos modos, es que el presidente aceptó que el mérito sirve, pero solamente si hay igualdad de condiciones, algo que no va a ocurrir en nuestras vidas. ¿No era ese – asegurar igualdad de oportunidades — el rol del estado, que hoy ocupa más del 40 por ciento del producto bruto interno del país?

El argentino siente que hay una ausencia de la presencia del estado en cuestiones como las prestaciones y roles claves:

#De salud

#De educación

#De seguridad

#De justicia

De asegurar condiciones económicas que facilitan el desarrollo y el ahorro

Pero el estado no está ausente en todo. El argentino productivo siente una presencia enorme del estado cuando llega el momento de pagar por todo lo que no recibe, y de cumplir:

#Pasa más de la mitad del año trabajando para pagar impuestos.

#No tiene como financiarse racionalmente

#Está condenado a cumplir con una infinidad de regulaciones para proteger el trabajo, pero que terminan frustrando la creación de trabajo

#Ve que, en términos de sobrevivencia, que su mejor inversión está fuera del país, no adentro

Como en Estados Unidos hay cierta exageración en el culto al mérito, Sandel en el libro sobre la tiranía del mérito evita darle mucho reconocimiento a ese valor, seguramente para no diluir su argumento frente a un culto muy fuerte en ese sentido.

Pero en la página 155, de la obra de 274 páginas, por única vez, acepta que el problema no es el mérito en sí, sino el absolutismo presuncioso que lo rodea. Dice:

“Sobreponerse a la tiranía del mérito no significa que el mérito no debería jugar ningún rol en la asignación de trabajos y roles sociales. Si, significa, repensar la forma en que concebimos el éxito, cuestionando la vanagloria meritocrática de quienes llegaron a la cima lo hicieron en base a sus propios esfuerzos. Y significa desafiar las desigualdades en fortuna y estima, que se defienden en el nombre del mérito pero que promueven resentimiento, envenenan nuestras políticas y nos separan”.

La reflexión debería servir para todos. Pero del cuadro explicado arriba, parece que, peor que el engreimiento basado en mérito, está la presunción de quién ni siquiera intenta ameritarlo, con recomendaciones sobre cómo organizarnos mejor. Debería provocar una profunda reflexión desde el estado, que:

#Asigna trabajos sin concursos

#Aloca la realización de obras por razones ajenas a lo que debería ser el objetivo principal

#Repite sin fin formulas económicas fallidas esperando resultados diferentes

#Que privilegia a la familia, los amigos y los militantes en una casta de funcionarios que está más allá del bien y el mal de la sociedad

Para finalizar, quiero volver al principio, con una reflexión sobre la esencia de la organización de un país.

Vincent Van Gogh, en su vida, vendió un cuadro. Pero pintaba porque le daba sentido a su vida, algo que le costó mucho lograr. Hizo ejercicio de su libertad, como individuo.

La Constitución Argentina habla de que el país se organiza para “constituir la unión nacional, afianzar la justica, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general”, todos los cuales parecen ser medios para propiciar el último, o primer, objetivo de la organización nacional.

Ese objetivo es de “asegurar los beneficios de la libertad” a todos los habitantes del suelo argentino. ¿Cuáles son esos beneficios?

¿Serían la posibilidad de construir su propio futuro en base a su ingenio, esfuerzo y sudor, y sacar el provecho – que sea económica o espiritual – del empeño individual, y sentir la dignidad de ser? ¿Y no es esa posibilidad lo que, en el fondo, está en duda en este comienzo del siglo 21, no tan diferente del Siglo 20 Cambalache, problemático y febril?

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