Llamalo Hache, el africano de Córdoba
Raro. Un argentino que escribe novelas sobre África. Y es best seller. Sólo en el mercado local vendió 300.000 ejemplares. Lo editaron en 40 países. Ahora, se dedica a promover la lectura.
Luis Sartori
9 de diciembre de 2020

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Desde chico, Hache siente pasión por la aventura, ya viajó 17 veces al África, a la que define como “el delirio más salvaje de la naturaleza, la fantasía más alucinante de Dios”, y siempre está pensando en volver. 

    No reniega de la tecnología, pero escribe con birome -sólo Bic, trazo grueso- en cuadernos anillados de 86 hojas, y corrige con Liquid Paper. Vendió 300.000 libros (cifra en la Argentina) con historias sobre el continente de sus amores; lo editaron en 40 países. Y cuenta una vida de antihéroe con el mismo humor simple y a la vez sutil que destilan sus cinco ficciones históricas.

     Cordobés hincha de Belgrano, con título de cirujano aunque no ejerció nunca, Hache es del 63 como Brad Pitt, Michael Jordan y Fito Páez. Pero este best seller lejos está de sentirse celebridad (o popular, o tan siquiera conocido) y anda por la calle con ropa tipo explorador más una mochilita al hombro. Se ríe de que, con la venta de libros, antes era “un gordito colorado” y ahora lo ven como “un rubio corpulento”.

    Vive de las clases que da hace 30 años en su instituto de materias para Medicina, “Instituto Kevin”, donde es el mejor -y el único- profesor. Este 2020 imborrable puso en pausa esa faceta docente y, también, el proyecto que lo desvela desde hace un par de años y por el que por un tiempo interrumpió la continuidad de su saga “Africa”.

El África que fascinó a Lanvers y que describió en sus cinco novelas.

“Siempre se habla del realismo mágico latinoamericano. Pero es África el verdadero lugar del mundo donde pasan cosas que parecen de ciencia ficción”, dice convencido, contra la corriente. “En África, la realidad supera cualquier fantasía, es como estar en otro planeta, y cuando voy allá me siento como esos niños de las historias de Peter Pan”.

   Con títulos bien sonoros -Hombres como dioses, Sangran los reyes, Harenes de Piedra, Tormentas de libertad, Cazadores de gloria- sus libros cuentan sobre ciudades perdidas, reyes guerreros, tesoros y harenes, esclavos, exploradores, traficantes, cazadores, caravanas, tormentas y de cocodrilos en el Nilo; de sexo y también de amor; de zulúes, de Mandela y hasta de los bosquimanos, esos hombrecitos del desierto de Kalahari -norte de Botswana- que hasta hace menos de un siglo eran considerados animales por el hombre “blanco”.

    “Ir a África no es solo una vacación. Es un viaje cultural y también físico, con el cuerpo. Hay que arriesgarse desde el punto de vista físico”, alerta Hache. Da un ejemplo: “Si te desviás del camino en el norte de África, te podés encontrar con una caravana de beduinos, y si tenés mucha mala suerte hasta pueden ser traficantes de esclavos”. Y da otro: “También en el norte te podés encontrar con una tormenta de viento y, si no te cubrís la cara con un turbante o algo parecido, la arena que vuela te la puede despellejar. O hasta te puede sepultar: hay rutas pavimentadas que de un día para el otro desaparecen abajo de una duna”.

     De chico vivió en Comodoro Rivadavia, que define como “el lugar más africano de la Argentina”. Porque ahí desembarcaron en 1902 unas 600 familias “boer”, descendientes de colonos holandeses y franceses emigrados desde Sudáfrica después de la Segunda Guerra Anglo-Boer. Llegaron con sus caballos, sus carretas y sus esclavos zulúes. El gobierno argentino le dio 60 hectáreas a cada familia y a algunos de sus nietos conoció Hache.

“Cuando pude ir por primera vez a África sentí que de alguna manera ya había estado allí”, cuenta Hache Lanvers.

     Incluso sus padres -cirujano él, docente ella- cruzaron el Atlántico a sus 7 años para intentar establecerse en Sudáfrica. Hache y su hermano quedaron a cargo de unos tíos por un tiempo breve: los padres retornaron a los tres meses, aunque cargados de más historias.

     Lector “compulsivo” desde siempre, como su padre, sus lecturas iniciales se inclinaron hacia los clásicos autores de aventuras: Salgari, Verne, Stevenson, la colección Robin Hood de tapas amarillas. También a las historietas como El Tony y D’Artagnan. Y a los libros sobre “los continentes poco explorados” (léase Australia, sur de Asia, África…). Por eso, evoca, “cuando pude ir por primera vez a África sentí que de alguna manera ya había estado allí. Había crecido leyendo y escuchando nombres con ecos de aventuras como Zanzíbar, Tanzania y Tombuctú, o el Kilimanjaro, esa montaña llena de nieve donde uno podía morir congelado a la altura del Ecuador, y cuya base estaba rodeada de una selva con 600 elefantes; donde podía pasar del congelamiento de un pie a la mordida de un león en apenas un día”. 

     Parte de su adolescencia transcurrió en San Nicolás y su primera juventud en una pensión porteña, donde sus escasos recursos lo hicieron pasar hambre mientras intentaba estudiar Bioquímica. A los 20 se mudó a Córdoba, para estudiar Medicina. Y en su provincia natal probó varios oficios de subsistencia (mozo, vendedor de choripanes, alfajores, calcomanías o juguetes, remisero trucho) hasta que, todavía estudiante, comenzó a preparar alumnos para el ingreso a esa carrera y así nació su instituto.

    Viaja desde los 18 años. Entonces fue a Río y a Bahía, solo, en micro, un mes y medio de vacaciones. “En el hostel pagué 45 dólares por los 45 días. Duchas mixtas, abiertas, era un kilombo en Carnaval. Después fui seis años seguidos. Y siempre iba al norte, porque Brasil más al norte es más negro. Y por lo tanto yo era más blanco. Era llegar y decirles a las negras y mulatas, como cuando a Hipólito Yrigoyen lo fueron a buscar para que se presentara a la segunda presidencia, y él salió al balcón y dijo: Hagan de mí lo que quieran”.     

    Su primera salida grossa -ya grandecito, a los 28-  comenzó por Europa, pasó de Grecia a la Franja de Gaza e Israel, y terminó en Egipto, el norte árabe de África. Ahí se quedó sin dinero.

Los chicos de Nigeria. En África conviven 800 etnias. Hache cuenta la historia de sus ancestros.

     En viajes sucesivos iría a Nueva Zelanda, la isla de Borneo, la Polinesia francesa; todo bien lejos, cuanto más exótico mejor. Y recién entonces comenzó su inmersión en el corazón del continente africano. 

     “África enamora -admite Hache- porque tiene cosas muy particulares. En muchos aspectos sigue estando igual que hace 200 años. Recién en 1850 pudo el hombre blanco atravesarla de punta a punta. El gorila se descubrió en 1870. Viven 800 etnias distintas. Sigue habiendo harenes, como las 200 esclavas sexuales que tenía Gadafi, casi todas secuestradas; y en Sudán sobreviven 28 millones de personas en la esclavitud”.

      Si le dan a elegir, la tiene clara: “Yo prefiero la parte negra. Es más espontánea, natural, salvaje, primitiva. El Africa musulmana está homogeneizada por el islam, todos hacen exactamente lo mismo. En cambio, en la otra mitad hacen casi lo que quieren. Tenés más espontaneidad y diversidad de culturas. Los masai que cazan leones, los kikuyu que les encanta el comercio, los kalenjin que son los mejores corredores del mundo…”. 

      Siempre le tuvo terror a las alturas, un cuarto piso le daba miedo. Pero a pesar de esa desventaja y de que no había subido ni al Uritorco, se le animó de entrada al mismísimo Kilimanjaro, el pico más alto del continente negro. Fue el Fin de Año de 2001, a poco de la demolición terrorista de las Torres Gemelas, cuando casi no viajaba nadie. Lo escaló solo, con dos guías locales. Y uno de los guías, al volver, lo invitó a pasar unos días en su choza con la familia. Aquel inicio de 2002 -mientras la Argentina ardía- fue la génesis de sus libros.

     “Allá se juntan a la noche a contar historias alrededor de los fogones. Entre ellos es muy importante el contador de historias, así como en Córdoba está el que es bueno contando chistes, que no es mi caso. Y yo les hablaba de Menem, de los cinco presidentes en una semana, y les hacía mucha gracia. Me preguntaron si yo acá me dedicaba a contar historias. Al regresar escribí mi primer libro, que se llamó ‘Guía médica para escalar el gigante de África’, 160 páginas con todas las rutas para subirlo, la alimentación, las vacunas. No había nada así en español. Al año siguiente escalé el monte Kenia, el segundo más alto de África, y los guías de otra tribu me preguntaron lo mismo. Entonces sí, al volver me dije ‘voy a probar’: escribí cuatro capítulos y se los llevé a un editor de Córdoba, que me dijo que le gustaban. Terminé la historia, y así arranqué”.

      Así también encontró una fuente de felicidad, porque “escribir los libros, investigar para ellos, es otra aventura, y muchas veces me río a carcajadas”.

La saga de best sellers de Hache, editados en 40 países.

      Cuando reanude la escritura, buscará completar la saga con al menos un par de libros más para redondear dos siglos de historia africana a través de tres familias: una de ingleses (como sus ancestros), otra de zulúes y la tercera de bosquimanos.

     En la solapa de sus libros se indica que Hache es una de las pocas personas en el mundo que ha escalado en solitario las dos montañas más altas de África. Que siempre escala solo o en compañía de nativos. Que así lo ha hecho con chaggas, wamerus y kikuyus. También cuando subió al Himalaya de Borneo con un kadazan-dazan, de la tribu de Cazadores de Cabezas. Y con un guía bereber cuando alcanzó el pico más alto del Desierto de Sahara.

     En la solapa también se destaca que ha sido publicado en Europa y América del Norte. Que es el autor hispanoparlante de novelas de aventuras ambientadas en África más vendido del mundo. Y que se lo compara con el famoso escritor Wilbur Smith.

     Al compararse con “los escritores”, él dice: “Creo que por vender mucho uno está destinado a ser despreciado. Los otros están en otra categoría, es como un jugador de tenis y uno de ping pong, o uno de fútbol con otro de fútbol 5. Son diferentes, y yo nunca busqué jugar al fútbol con Maradona, sino al fútbol 5 los sábados a la tarde. Quiero entretener, como el fútbol 5, sin exigirte tanto, sin desgarrarte”. 

      Lo que no se cuenta en la introducción a sus libros es que Hache sufre de prosopragnosis, una enfermedad que -otra coincidencia con el actor- también padece Brad Pitt. O sea, ni Hache ni Pitt pueden reconocer rostros no familiares, se olvidan de las caras de las personas. Una circunstancia que al docente cordobés lo llevaba -por ejemplo- a sacar a bailar en el boliche y en un sola noche a la misma chica dos, tres, cuatro, cinco veces…

     Hace dos años y medio que Hache -reconocido por el Concejo Deliberante de Córdoba como personalidad destacada- tiene otro proyecto entre ceja y ceja. Está enfocado en escuelas rurales y nocturnas, y en las bibliotecas populares. Recorre su provincia, la de Santa Fe y el norte de Buenos Aires. Lleva regalados unos 2.500 libros. Su proyecto se llama “Construyendo lectores” y sus charlas se titulan “Cómo la lectura de libros puede duplicar la eficiencia en el estudio”. Palabra de profesor.

     “Quiero promover la lectura para mejorar la educación y para que así haya mayor igualdad de oportunidades. No es bondad ni generosidad, es justicia”, explica.

      Y repasa: “La mitad de los chicos en la Argentina que van al secundario no se reciben y, de la mitad que sí lo hace, el 47% no entiende un texto al leerlo. Ellos irán a la universidad, serán médicos que atenderán pacientes, abogados que defenderán nuestra libertad, ingenieros que construirán puentes o arquitectos que harán casas. Creo que un país sin recursos humanos es un país suicida. Y que sin un buen fomento de la lectura no va a ser posible una educación sólida, y sin una educación sólida va a ser imposible que crezcamos como nación”.

       Hache agrega más datos: “Los norteamericanos tienen un promedio de 141 libros por biblioteca en sus casas. En la Argentina ese promedio es de medio libro. Cuando voy a las escuelas de adultos, que es donde mejor recepción tengo, les explico por qué estudiar es lo único que los va a salvar de la pobreza o de la cárcel”.

Atardecer en la Sudáfrica de Hache. Allí, como en su Córdoba natal, el problema es el mismo: el analfabetismo.

      Más comparaciones: “Los países con mayor bienestar son aquellos donde más se lee. Los escandinavos, por ejemplo. En Islandia leen 47 libros por persona al año. También son altas las cifras de lectura en Japón, Corea del Sur, Alemania, Australia, Canadá y hasta en Estados Unidos. 

      Cuenta que se dictan en el país 3.000 talleres literarios donde aprender a escribir y agrega: “Sería interesante esa misma cantidad de talleres para enseñar a leer”.

      Hache tiene algunos tips para que, en tiempos de altísima competencia de soportes electrónicos, videojuegos y redes sociales, los chicos comiencen a interesarse en los libros:

-tener una biblioteca en casa;

-contarles cuentos a los chicos a la hora de ir a dormir;

-hablar de libros en casa;

-que el chico tenga libertad de elegir sus lecturas;

-llevarlo a librerías y presentaciones de libros, “para que vea que el autor de un libro es una persona a la que se respeta, se admira y se aplaude, para despertarle interés en acercarse al objeto de la creación de esa persona, es decir a los libros”.

    Hache le quita lustre a lo hecho y vivido. “El único talento que tengo es la voluntad”, dice, y habrá que creerle.

    Hache se llama Hernán Silva Lanvers pero firma sus libros H. Lanvers, una marca que se le ocurrió al terminar su primer título para camuflar su nombre, por si no llegaba a gustar lo que había escrito.

    Hernán remata: “Seguir escribiendo libros me iba a hacer un mejor escritor. Promover la lectura me hace mejor persona”.

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