El médico que lucha contra la pandemia desde una discoteca
El médico argentino Fernando Polack lideró las pruebas de la vacuna Pfizer desde un laboratorio que funciona en un antiguo boliche. Tuvo éxito. Ahora se aplica en buena parte del mundo, pero no en Argentina.
Luis Sartori
15 de marzo de 2021

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El misterio del supuesto militar que manejó la carrera de Elvis Presley y lo convirtió en el cantante más famoso de su época. ¿Quién era Tom Parker? ¿Era militar? ¿Era un agente encubierto de la CIA? O era simplemente un impostor.

Ésta es otra historia del reino del revés, como la que revela el joven profesor universitario Augusto Salvatto a los lectores de Gallo. Ocurrió poco después del oleaje turbulento de la crisis argentina 2001-2002, la de los cinco presidentes en dos semanas delirantes.

Así de simple lo explica su protagonista, un talento nacional que estaba jugando en una de las mejores ligas (científicas) del mundo y sin embargo emprendió el regreso: “En 2002 decidí volver a la Argentina porque quería vivir aquí por cuestiones estrictamente personales y no pensaba ir para atrás. No volvía a ver qué pasaba, venía a quedarme de cualquier modo”. De cualquier modo y pese a todo.

Porque las noticias de aquel año describían tierra yerma: el año anterior se había fugado el 20% del PBI (14 mil millones de dólares), veníamos del estado de sitio de diciembre y renuncias presidenciales a repetición, forzadas por una crisis política y social de profundidad desconocidas (con cacerolazos, disturbios, saqueos, represión y alrededor de 40 muertos en las calles del país), habíamos sido inoculados sin anestesia con una megadevaluación brutal, la pobreza había hecho saltar el mercurio de los termómetros (llegó a escalar al 66%), la inflación nuestra de cada día sumaba sin pausa (terminó 2002 en el 41%), y la platita estaba encadenada al corralito-corralón, adentro de los bancos.

Había que tener coraje para animarse siquiera a asomar la nariz en medio de aquel cataclismo. Pero no se achicó Fernando Polack, pediatra-infectólogo-fana futbolero, y le puso el pecho a las balas. En ese mismísimo tiempo de pesadilla fue capaz no solo de volver: de los vestigios de una discoteca de Flores levantó la Fundación Infant que hoy -cuando la pandemia planetaria y los groseros errores locales nos hundieron en otra crisis abismal- ha sido sede y protagonista sorpresiva de los dos grandes logros argentinos en la lucha de la humanidad contra el Covid-19. Ni más ni menos.

Bar Rojo se llamaba aquel bailable de la calle Gavilán 94, a metros de Rivadavia y Boyacá. Su dueño, un hombre de otro tiempo a quien Polack pincela como un mix entre el Loco Gatti y el fallecido actor español Fernando Fernán Gómez, lo había cerrado no por la crisis sino por desencanto: ya no destilaban galantería ni romanticismo las relaciones amorosas que fisgoneaba noche a noche desde el mostrador. Era una discoteca grande, oscura, sin una sola ventana, con una barra de cuero rojo y la bola brillante de John Travolta por encima de la pista. Aún entre penumbras, Polack vio su potencial y sentenció: “Es perfecta para armar un laboratorio médico”.

La Fundación Infant –”Traduciendo ciencia en salud infantil”, como lema- arrancó en 2003 con apenas cinco personas. Este año serán más de 80. Sin fines de lucro, financiada por Bill Gates entre otros, se dedica a investigar las enfermedades respiratorias más graves de la infancia. La idea inicial fue cubrir la brecha que había en el país en el área de las virosis respiratorias entre la investigación científica básica y la investigación aplicada. Al cabo de casi dos décadas, su creador y líder es reconocido como un experto internacional en el virus más peligroso para los bebés, el respiratorio sincitial (RSV), que mata 120.000 recién nacidos al año en el mundo, se conoce hace medio siglo y todavía no tiene vacuna. Polack estaba colaborando con Pfizer en una vacuna experimental contra el RSV cuando estalló la pandemia de Covid.

¿Cómo este infectólogo -53 años, look juvenil, labia pedagógica con metáforas claras, liderazgo natural y calma de pediatra para atender a los medios (Adepa le dio el Gran Premio de Honor en diciembre último)- llegó a conseguir dinero de Gates, sobresalir en el mundo de la ciencia y encabezar dos estudios trascendentes contra el nuevo coronavirus?

Su madre odontóloga era nieta de inmigrantes rusos que desembarcaron en las colonias de Entre Ríos a finales del siglo XIX, pero él nació en Buenos Aires. Pogroms zaristas, dos guerras mundiales y Holocausto después, el sufrimiento que atravesó a su familia y a tantas otras se hizo carne en una frase bendita que ella le transmitió: “Todo lo material te lo pueden sacar. Lo único que podés proteger es lo que tenés en la cabeza”. Él reconoce que esa idea fue decisiva para que eligiera ser científico, por encima de sus gustos por la filosofía, la historia, la sociología, lo narrativo.

Pero mucho antes de zambullirse en el mundo de la ciencia ya era futbolero. Sufrido hincha de Almagro aunque es vecino de Belgrano, habitué de la cancha con sus hijos Leandro y Julia, y menos sufrido hincha de River, de chico los domingos a la noche esperaba la sexta de La Razón por los resultados de los partidos, los copiaba prolijamente en unas hojas y se las “vendía” a su abuela y a sus tías para comprarse golosinas. Pasaba los veranos en el pequeño campo de su abuelo en Entre Ríos, donde los diarios de Capital llegaban al pueblo más cercano con un día de atraso. Cuenta: “Yo, que siempre fui fanático del fútbol, me enteraba los martes a la mañana de los resultados de los partidos y siempre me acuerdo de los viajes en camioneta con mi papá, 30 kilómetros de ripio para saber cómo habían sido los resultados de River, esperando desesperado hacerme de los diarios de la mañana para saber todos los detalles de Labruna como director técnico, y de Alonso y de Moreno”. También hubo en su niñez y adolescencia mucho fútbol (y tenis) en Náutico Hacoaj.

Hizo el secundario en el Nacional Buenos Aires, conoció Brasil en vacaciones y amó su música para siempre, se recibió de médico en la UBA, fue residente en pediatría en el Hospital Francés porteño. Y en pleno 1 a 1 del primer menemismo decidió especializarse en el exterior. Se acababa de casar con Mariana, él con 25, ella con 27. Odontóloga, como la mamá de Polack, que había sido su profesora en la universidad. Dejó el país para formar una familia y sembrar su futuro. Hizo las dos cosas.

Polack y su equipo de jóvenes investigadores argentinos.

“Me fui a vivir a los Estados Unidos en el año 1993. Estuve tres años en Michigan (NdR: en el William Beaumont Hospital) y luego como becado de posdoctorado en la Johns Hopkins University, en Baltimore, en 1996”. En la primera ciudad nació Leandro, en la segunda Julia. “En 1999 empecé en la Johns Hopkins como profesor asistente y actualmente soy profesor asociado y director del Centro Panamericano de esa universidad. Y trabajé en sarampión en el laboratorio de la investigadora Diane Griffin, miembro de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos y editora de su publicación oficial PNAS, y ex presidente de la Asociación Americana de Virología”.

El día que terminó el posdoctorado pensó en un tema para investigar y, como el sarampión y el virus sincicial respiratorio son gérmenes muy parecidos, comenzó a trabajar en este último en el Centro de Desarrollo de Vacunas de Johns Hopkins. A partir de ese momento su norte es darle pelea diaria a las virosis respiratorias.

Eslabón tras eslabón, agregó luego el cargo de profesor de pediatría, microbiología molecular e inmunología del Departamento de Pediatría de la Universidad de Vanderbilt, en Nashville, Tennessee. Ocupa el sillón que lleva el nombre del premio Nobel argentino César Milstein (los cargos de profesor titular en ese país se crean en homenaje a alguien…).

Capacidad, ideas firmes y esfuerzo lo instalaron en solo una década junto a los mejores de Estados Unidos. Y entonces decidió volver cuando sus pares se querían ir. Aquí, donde había empezado, terminó su matrimonio con Mariana. Pero en cambio no cortó ningún puente con el Norte. En realidad está aquí y está allá.

En la Fundación tiene laboratorios y un equipo de trabajo, y mantuvo su laboratorio de enfermedades respiratorias en la Johns Hopkins, con otro grupo de personas, varios de ellos argentinos. Como la Argentina y los Estados Unidos están en contratemporada, puede hacer doblete. Sobre enfermedades respiratorias y asma, por ejemplo, trabaja de marzo a diciembre en la Argentina y de septiembre a mayo en los Estados Unidos. Ciertos meses investiga en ambos países y otros lo hace en uno u otro lado. Incansable viajero, de ese modo en un año entero completa, por decirlo así, 18 meses de trabajo.

Aunque no todo pasa entre probetas de laboratorio. En el conurbano y CABA encontró gente joven con mucho entusiasmo por involucrarse en los proyectos de investigación aplicada. En el Hospital de Berazategui, en el de Florencio Varela, el de Quilmes, el de General Rodríguez, el de Ituzaingó, el Meléndez de Almirante Brown y también en el Posadas, a mitad de camino entre El Palomar y Ramos Mejía. Llegó a crear una red de investigación integrada por pediatras de 26 hospitales del país, con cobertura a más de 2 millones de chicos.

Pero nadie hace con él trabajo voluntario, un analgésico que no figura en el recetario de Polack: “Toda persona que se suma a nosotros en algún estudio es compensada. No creo en el trabajo voluntario, porque me parece imposible exigirle a alguien que done su tiempo el grado de compromiso que requerimos para hacer los trabajos. Tenemos una red en zona norte, una red en zona sur y una red en Capital. Trabajamos con gente del sector privado en ciertos estudios que requieren atenciones muy complejas, y en lugares del sector público cuando estamos tratando de contestar problemas que son necesidades de la población. Trabajamos con el Hospital Garrahan y la Maternidad Sardá en enfermedad pulmonar en chicos prematuros, con los hospitales del conurbano en RSV y asma, y en displasia broncopulmonar lo hacemos con Fundasamin, una fundación que trabaja para la salud materno-infantil”.

Son proyectos grandes, de 1.800 pacientes en asma, 1.200 chicos y sus padres en displasia broncopulmonar, y casi 900 lactantes con RSV.

¿Y los fondos para mantener la Fundación? Polack cuenta que cuando volvió y comenzó a reclutar gente para trabajar aquí, un grupo de amigos se acercó para ayudarlo ad honorem a organizar el Consejo de la Fundación y armar la estructura. Estaba convencido de que la única manera de mantenerla a flote era ser competitivos en relación a los Estados Unidos. Para eso había que identificar una especialidad en la cual se pudiera “pelear” con probabilidades de éxito (en ciertas áreas es imposible hacerlo fuera de los países más desarrollados, por recursos y soporte financiero).

Consideró entonces que podía haber ventajas comparativas en el tema enfermedades respiratorias: fácil acceso a poblaciones y mucha gente de hospitales que quería trabajar con ellos, algo laborioso, burocrático y caro en los Estados Unidos, compara. Por otra parte, tenía muy claro qué querían investigar, que no era el mismo objetivo de otros grupos que están en estos temas. Además, y esto no lo preveía entonces, en el mundo de las ciencias se fue produciendo un giro hacia una mayor globalización, tanto de los recursos como de la investigación, y eso los favoreció. Empezaron con un subsidio del NIH (Institutos Nacionales de Salud de EE.UU.), que con el tiempo se triplicó, y luego compitieron con éxito por otros subsidios, entre ellos el de la Fundación del creador de Microsoft y Windows.

Es decir, manejan una cartera de subsidios importantes y todos provienen del exterior (del Molecular Research Council de Reino Unido, y de la Thrasher Research Fund de Salt Lake City, por ejemplo).

En Infant se han formado decenas de becarios y, entre ellos, hoy hay profesores e investigadores en el Conicet, Orlando, Nashville, Nueva York, Memphis y Baltimore.

Antes de los logros anti Covid de 2020, una de las más importantes contribuciones de la Fundación de Polack fue la evaluación de las primeras vacunas contra la bronquiolitis en la Argentina. También, con su equipo lograron determinar que la población infantil es el grupo más vulnerable frente a la gripe A H1N1; esa información sirvió de guía para las recomendaciones de la campaña de vacunación los años posteriores a aquella pandemia. Y en otra investigación descubrieron que la leche materna protege de manera diferente de las enfermedades respiratorias a los prematuros muy pequeños, de menos de un kilo y medio de peso: mejor a las niñas que a los niños.

POLACK CON SUS HIJOS, JULIA Y LEANDRO.

En tanto, en pleno camino de Infant, este crack de la ciencia se fue colgando algunas cocardas. La primera en 2006, como Investigador Joven del año en los Estados Unidos. Cuatro años después le llegó el reconocimiento a la excelencia de la Sociedad de Investigación Pediátrica Norteamericana. Luego fue nombrado asesor del Comité de Seguridad de Vacunas de la afamada Food and Drugs Administration (FDA), de los Estados Unidos. Y también es consultor del comité de Desarrollo de Vacunas Pediátricas de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Por eso resultó obvio que Polack se convirtiera en cara familiar en el inicio de la cuarentena, como experto de consulta para diarios, radios y televisión . Y tampoco fue sorpresa para el mundo científico su aparición el 10 de julio último en la Residencia de Olivos junto al gerente general para la Argentina de la farmacéutica Pfizer, Nicolás Vaquer. Juntos, en plena pandemia y sin antídotos para el Covid a la vista, le informaron al presidente Alberto Fernández que la Argentina había sido seleccionada para encarar una de las fases de prueba para una posible vacuna, que terminaría como la primera en ser aprobada e inoculada en el mundo. Pfizer y BioNTech anunciaron ese día en un comunicado que la selección de la Argentina como uno de los seis centros de ese estudio se basaba -entre distintos factores- en “la experiencia científica y las capacidades operativas del equipo del Investigador Principal”, léase Polack, que -gajes del oficio- venía de contraer el virus en abril y se lo volvería a encontrar dentro de su organismo en agosto.

De izquierda a derecha: Fernando Polack, Nicolás Vaquer de Pfizer Argentina y el presidente Alberto Fernández, el 10 de julio de 2020 en Olivos. / Presidencia de la Nación

Con su uniforme informal de siempre (pulover o buzo canguro, zapatillas y cero corbata), Polack puso manos a la obra y a toda orquesta. Las vacunas llegaron por avión desde Estados Unidos con su cadena de frío controlada a una temperatura de -80 grados, condición que se mantuvo en el Hospital Militar, base de la investigación de campo, donde con su equipo ya habían hecho estudios para vacunas de otras enfermedades.

Se anotaron más de 35.000 voluntarios y los candidatos fueron elegidos al azar. A los pacientes se les aplicó una inyección en el brazo. La mitad recibió placebo y la otra mitad, la vacuna. Fueron dos dosis, la primera separada de la segunda por 21 días.

Polack terminó liderando el mayor estudio mundial sobre la efectividad de la vacuna de Pfizer: 5.764 voluntarios testeados, alrededor de cinco veces más que el segundo centro en el mundo; con más de 1.000 personas involucradas en el desafío, entre ellas unos 500 médicos, 50 enfermeras, 100 estudiantes de medicina, farmacéuticos, universitarios de varias especialidades y administrativos; en siete semanas de trabajo contra reloj, a partir del 6 de agosto. Pero el trabajo no terminó, continuarán monitoreando a los pacientes durante dos años.

Resultado: la investigación concluyó en que la vacuna de Pfizer tiene 95% de efectividad.

Y el nombre de un hincha de Almagro encabezó el estudio científico internacional publicado el 10 de diciembre en el New England Journal of Medicine, que trajo esperanza al mundo.

Conviene tener en cuenta que las vacunas respiratorias suelen llegar a una eficacia del 40%. Ese es típicamente un resultado deseable. Y cuando funcionan muy bien no superan el 60%. “Lo vi y no me lo podía creer. Al principio la sensación era de irrealidad, por completo”, recuerda el investigador su sorpresa de aquel día.

“¿Usted, sus familiares, amigos o algún colaborador participó del estudio?”, le preguntaron.

Y Polack respondió como lo hubiera hecho Jonas Salk, quien testeó primero la vacuna experimental contra la polio en su esposa y sus hijos, en los años 50: “Lamentablemente no. Está absolutamente prohibido que personas vinculadas con los que hacemos los estudios participen de las pruebas. Pero de haber sido posible, nos hubiésemos enrolado encantados”.

Esa hiperactividad que lleva a Polack a trabajar 18 meses en un año, lo empujó en el 2020 de la pandemia a buscar en paralelo otra vía para domesticar al Covid. Primero organizó una campaña de donación de plasma rico en anticuerpos del virus, y luego encabezó un estudio en 160 adultos infectados (77 años de edad promedio) que terminó confirmando una idea que le rondaba desde marzo: la aplicación temprana de una sola dosis de plasma de convalecientes interrumpe el curso normal de la enfermedad, evita la terapia intensiva y el uso de respirador. O sea, puede ayudar a prevenir casos severos de Covid-19 en pacientes mayores de 65 años, si se administra dentro de los tres primeros días de síntomas. Los estudios dieron un 61% de eficacia promedio y 70% en mayores de 75 años sin enfermedades preexistentes. Ya en marzo -cuando la OMS declaró pandemia al Covid y la Argentina comenzó su larga cuarentena- se generó una lista de voluntarios para que donaran plasma. Se eligió a los que tenían más anticuerpos. También salieron a buscar a los pacientes recuperados. Se los visitaba en sus casas y se los hisopaba. Los positivos eran llevados a hospitales; unos recibían placebo y otros, plasma. Se monitoreaban durante 15 días, hasta el alta, y se los visitaba diariamente en sus casas para ver los resultados.

El programa se extendió de junio a octubre, engarzó a los sectores público y privado -hospitales de la provincia de Buenos Aires y sanatorios de CABA- y requirió el trabajo de 400 personas. Se financió con un subsidio de la Fundación Bill & Melinda Gates y del Fondo de Pandemia de la Fundación Infant,que reúne a varias empresas nacionales y aportantes privados.

Fernando Polack, Nicolás Vaquer de Pfizer Argentina y el presidente Alberto Fernández, el 10 de julio de 2020 en Olivos.

Este gran hallazgo fue anunciado en el SUM del estadio de River (le tiraron los colores) por Polack y sus colaboradores Gonzalo Pérez Marc(“el mejor ensayista clínico que vi en mi vida”) y Romina Libster (“una combinación inusual de talento y esfuerzo”). Fueron ellos, junto a “los increíbles Virgina Braem, Alejandra Bianchi y Diego Wappner, un clínico que tranquiliza hasta a los más ansiosos” -según describe Polack- quienes lograron aceitar la logística necesaria para el funcionamiento del estudio. Un Comité de Monitoreo de Seguridad y Datos independiente monitoreó la calidad de la investigación y el bienestar de los pacientes. Y todo el procedimiento fue auditado por la Anmat.

La gran noticia fue comunicada el 12 de noviembre, el día que Polack patentó una frase que entonces pareció increíble: “El plasma transforma el Covid en un mal catarro”. Siempre didáctico, apeló a la analogía de un robo; el virus en el papel del ladrón y la casa como nuestro organismo. “Con el uso del plasma en forma temprana, logramos que el ladrón que entró a la casa no llegue a robar, o sea, que el virus no logre desarrollar su enfermedad grave”, comparó.

El 6 de enero de este año el logro fue convalidado por el New England Journal of Medicine, que edita la Sociedad Médica de Massachusetts y es la principal revista científica internacional de trabajos revisados por pares. Hoy, el plasma temprano es una de las terapias que se usan en los pacientes con Covid.

Lleno de orgullo, el padre de Polack (también médico e hijo de médico) conserva como al descuido en la mesita ratona del living familiar la revista La Nación en la que Fernando apareció en tapa. No es de ahora sino de 2014.  “El médico del futuro”, daba en el blanco aquel artículo. Todavía hoy, Polack padre recibe a cada invitado en su living, mira como distraído la mesita ratona y pregunta: “¿Viste eso?”.

En esa nota lejana, la periodista Valeria Shapira le hace estas tres preguntas certeras. Y él las contesta con sensibilidad y sabiduría:

-¿Por qué se muere un chico en un país en vías de desarrollo?

-En general, por temas de logística y vulnerabilidad. Los chicos se caen por las rendijas del sistema. Son países que tienen los hospitales, pero lo que falla son otras cosas. Las madres a veces no conocen bien ciertos signos de alarma para ir al hospital a tiempo. O la población no está empoderada para pedir una segunda opinión. Hoy le dicen que el nene está bien, a los dos días empeora, pero la mamá confía en lo que le dijo el médico la primera vez y se queda en su casa. En los países en vías de desarrollo la mitad de los chicos con enfermedades respiratorias se muere en su casa. Muchos de los que se internan están malnutridos. Además están las condiciones ambientales. Y buena parte de la vulnerabilidad de los pobres es que están más a la intemperie en todo sentido.

-¿Cómo imaginás el médico del futuro?

-Como mi abuelo, como mi viejo. El médico del futuro es un médico que escucha, ayuda y cambia costumbres de vida. La tecnología va a hacer que perdamos capacidad diagnóstica, la modernidad nos va a dar la oportunidad de que una máquina nos ofrezca un mapa de las opciones terapéuticas para un paciente. Pero lo de volver escuchar, es nuestro.

-¿Por qué volviste?

-Porque acá puedo estar con mi viejo, y pude estar más tiempo con mi abuela hasta que se murió. Ver seguido a la gente que quiero, ir a la cancha con mis chicos. Hacer ciencia competitiva desde el lugar en el que nací. Ayudar a la gente acá y en los países vecinos. Tenemos que construir un país donde se puedan quedar todos.

Iván, el dueño de la antigua discoteca de Flores, puede dormir tranquilo en su casa, que conserva en la planta alta del edificio de la Fundación Infant. Las noticias de estos meses le confirman que el romanticismo no ha muerto, al menos en su cuadra: sobrevive y resplandece en el mismo local donde se había ido desflecando entre luces tenues con el cambio de siglo. Lo resucitaron unos científicos que ponen esfuerzo y talento al servicio de los más vulnerables. A la cabeza, aquel médico que le compró la planta baja hace tantos años, el hincha sufrido de Almagro del que se hizo amigo, que para su suerte tiene oído sutil y cualquier tarde de éstas -mientras investiga- lo invita a bajar las escaleras. Él ya lo sabe: ahí abajo lo espera otra charla rica y un atracón de la mejor bossa nova.

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