Alemania es un problema
Hay un claro nacionalismo económico alemán que perjudica a Europa. El cinismo de su realpolitik hacia Rusia, China, Hungría y Polonia deteriora los principios democráticos, el verdadero ADN de la Unión Europea.
Xavier Mas De Xaxas Faus
16 de marzo de 2021

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El misterio del supuesto militar que manejó la carrera de Elvis Presley y lo convirtió en el cantante más famoso de su época. ¿Quién era Tom Parker? ¿Era militar? ¿Era un agente encubierto de la CIA? O era simplemente un impostor.

Alemania es hoy un problema para Europa, mucho más que una solución. Últimamente hemos visto como el cinismo de su realpolitik hacia Rusia, China, Hungría y Polonia deteriora los principios democráticos, el verdadero ADN de la Unión Europea que Konrad Adenauer, primer canciller de la república federal, ayudó a levantar sobre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial.

No lo parece pero es así. Alemania acostumbra a ser un juego de espejos que reflejan la cara más amable de su jerarquía política. Angela Merkel, por ejemplo, es intocable. No solo no se equivoca nunca, sino que toma decisiones visionarias, como la de abrir las fronteras a 1,5 millones de refugiados en el 2015, una medida urgente y necesaria, pero también muy útil para Alemania, abocada, como tantos otros países europeos, a una profunda crisis demográfica.

Alemania es el motor de Europa –nos dicen sin cesar– y Merkel es la ingeniera que saca lo mejor de todos nosotros.

Es así, pero no del todo. Merkel dirige un país de empresas exportadoras y estas exportaciones, estos intereses comerciales, condicionan la política exterior de la UE y su cohesión interna.

Alemania, por ejemplo, se opone a reforzar el euro con una unidad fiscal. Mientras el euro sea solo una moneda comercial, sin un marco político, beneficiará mucho más a las economías abiertas, como la alemana o la holandesa, y mucho menos a las economías que son importadoras como las de los países mediterráneos.

Merkel dirige un país de empresas exportadoras y estos intereses comerciales, condicionan la política exterior de la UE y su cohesión interna.

A los países de la eurozona más golpeados por la crisis financiera del 2008, como España, Italia, Grecia y Portugal, Alemania les impuso políticas de austeridad que retrasaron mucho su recuperación, y que ahora son vistas como un error.

Alemania se ha opuesto durante años ha que la eurozona pueda emitir deuda a través del Banco Central Europeo. Esta mutualización de la deuda hubiera permitido un reequilibro de los desajustes que provoca el euro. Merkel siempre ha considerado que los contribuyentes alemanes no debían asumir el coste.

La pandemia le ha hecho cambiar de opinión y ha dado luz verde a los coronabonos. Será la primera vez que el BCE emitirá deuda. Es necesario para financiar la salida de la crisis económica que ha creado la pandemia. El Tribunal Constitucional alemán, sin embargo, se ha opuesto. No tiene competencias para hacerlo, pero aún así dictaminó en contra de esta decisión consensuada entre los socios de la UE.

Hungría y Polonia, por ejemplo, son dos amenazas al estado de derecho en Europa. No respetan los principios democráticos, como varias veces ha puesto de relieve la propia UE, pero ¿cómo va Merkel a convencerlos de que acaten la legislación comunitaria si su propio TC no lo hace?

Gran parte del desequilibrio entre Alemania y las economías mediterráneas es consecuencia de una estrategia económica basada en conseguir saldos positivos en la balanza comercial. Alemania acumula saldos positivos por cuenta corriente desde hace unos 20 años. Vende mucho más de lo que compra. El propio Bundesbank calcula que cada año este desequilibrio sustrae más de mil millones de euros a la economía europea.

La poderosa industria automovilística alemana y su proteccionismo.

Cuando los países europeos no pueden comprar productos alemanes, los bancos alemanes les prestan dinero. Esta deuda privada de la banca alemana es la que se intentó salvar con la austeridad impuesta a partir del 2010 para superar la crisis financiera. Los ciudadanos de muchos países sufrieron recortes del estado del bienestar sin precedentes por políticas en las que Alemania había tenido un papel destacado.

A finales de los años noventa, Grecia, por ejemplo, se había comprometido a comprar seis submarinos alemanes valorados en casi 2.000 millones de euros, que pagaría con créditos alemanes. La decisión fue política y supuso la renuncia del jefe de la Armada griega, contrario a la compra porque era innecesaria.

Si Grecia compró estos submarinos en el 2010, cuando estaba al borde de la bancarrota, fue porque hubo funcionarios griegos incompetentes, pero también porque hubo una presión irresponsable de Alemania para aumentar las exportaciones de TyssenKrupp.

Esta misma presión, irresponsable y lucrativa para los intermediarios, es la que ha puesto contra las cuerdas a Beniamin Netanyahu, primer ministro de Israel, procesado por varios delitos de corrupción, entre ellos, enriquecerse de manera ilícita en la compra a TyssenKrupp de varios submarinos que, de nuevo, la Armada israelí no necesitaba.

Hay un claro nacionalismo económico alemán que perjudica a Europa. Es cierto que cualquier país utiliza todo tipo de estrategias políticas y comerciales para beneficiar a sus empresas, pero en Europa ninguno lo hace con más perjuicio que Alemania, sencillamente porque es la principal economía.

La industria alemana depende de la energía que recibe del gas ruso.

Alemania puede utilizar el lenguaje más duro contra Rusia por haber encarcelado al disidente Navlani, contra China por deshumanizar a los uigures y perseguir a los demócratas de Hong Kong, contra Polonia y Hungría por desmontar el Estado de derecho, pero solo son palabras.

Alemania tiene una larga relación política con el lenguaje. El pensador George Steiner hablaba de una “gramática de la mentira” que se remontaba al militarismo y la arrogancia racial del primer imperio en 1871. Con esta manipulación del lenguaje se convenció a los alemanes de 1920 que el tratado de Versalles fue una venganza de sus enemigos. Demostró que no fue Prusia quien desencadenó la Primera Guerra Mundial, sino los bolcheviques rusos, Austria y las maquinaciones coloniales británicas.

Los nazis utilizaron la gramática de la mentira para conseguir la gran simplificación totalitaria. Las palabras perdieron su sentido ante la bestialidad de la política. Qué duda cabe que los autócratas contemporáneos fomentan la misma decadencia del lenguaje porque acelera la decadencia social que necesitan para gobernar.

La democracia alemana es una de las más sólidas del mundo y, aún así, no puede impedir el auge del neonazismo ni puede superar la tentación de manipular el lenguaje para construir una narrativa falsa de su contribución al proyecto europeo.

La Alemania que tanto admirábamos durante la primera ola de la pandemia perdió el control del virus durante la segunda.

La Alemania que vemos como el pilar imprescindible del orden liberal europeo no quiere castigar a Rusia por las agresiones contra Ucrania y los derechos humanos. Cuando el lunes, el jefe de la diplomacia europea –que unos días antes había sido humillado en Moscú– anunció sanciones económicas contra cuatro altos cargos del Kremlin, Putin respiró. Hasta ahí llega la presión de Bruselas para que libere a Navalni.

La UE hubiera podido vetar el gasoducto Nord Stream 2, pero Merkel se opone. Esta infraestructura llevará el gas ruso directamente hasta Alemania por el fondo del mar Báltico.

Alemania es hoy un problema para Europa, mucho más que una solución.

Merkel insiste en que es necesario para mantener el delicado equilibrio geopolítico europeo. Schäuble, su brazo derecho, presidente del Bundstag, considera, además, que es parte de la deuda moral que Alemania tiene con Rusia desde la Segunda Guerra Mundial. Lo cierto, sin embargo, es que es un buen negocio y Alemania lo necesita para sustituir las centrales atómicas y las que todavía funcionan con carbón.

El 40% del gas que consume Europa es ruso y no completar el Nord Stream 2 no alterará demasiado el mapa energético europeo. La gran perdedora del gasoducto será Ucrania, que dejará de ingresar unos mil millones de euros anuales por el peaje que hoy paga el gas ruso al cruzar su territorio. Pero Merkel ya le ha dicho que seguirá enviándole dinero. Le ha entregado 1.400 millones de euross de que en 2014 perdió Crimea y las regiones orientales a manos de un Vladímir Putin expansionista.

Es más, Merkel ha protegido a Víctor Orbán, el autócrata húngaro, porque cada año BMW, Audi y Mercedes fabrican cientos de miles de coches en Hungría. Durante meses se ha resistido a expulsar a Fidesz, el partido populista de Orbán, de la gran familia conservadora europea, castigo que se acabó aplicando la semana pasada, más de un año después de lo previsto.

Es más, a finales del 2020 y cambio del apoyo de Orbán al presupuesto de la UE, Merkel dejó casi sin efecto la obligación de respetar el Estado de derecho para obtener fondos europeos.

Los cabarets politizados del Berlín de los años veinte, el teatro de Bertol Brecht y el impresionismo de George Grosz, desnudaron el falso relato democrático de una jerarquía política, económica y religiosa que estaba a punto de abrazar el nacionalsocialismo.

Siento el paralelismo, pero la semana pasada, Joe Biden, al tomar la palabra en la conferencia de seguridad de Munich, defendió la democracia con una crítica velada pero muy clara al cinismo de la realpolitik alemana.

No enfrentarse de verdad a los totalitarismos es ser cómplice de ellos.

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