La venganza del cisne negro
En las afueras de Lagos, Nigeria, un grupo de niñas y niños practica saltos y pliés. La mayoría proviene de una zona rural muy pobre. Daniel Owoseni Ajala, profesor autodidacta, soñador y cabeza de este proyecto nos cuenta la historia.
Jazmín Bazán
9 de diciembre de 2020

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Un consejo escolar de Tennessee prohibió “Maus”, la famosa novela gráfica sobre el Holocausto ganadora del Premio Pulitzer, porque el libro contiene material que “es inapropiado para los estudiantes”. El libro es considerado en todo el mundo uno de los mejores para enseñar a los chicos lo ocurrido bajo el régimen nazi. Esta es una entrevista con su autor, el genial Art Spiegelman.

   Con mucha ironía, el autor keniano Binyavanga Wainaina advertía que, para escribir sobre África, hay que adoptar siempre “un tono triste de esperanzas frustradas”. El personaje ideal es la África hambrienta, desnuda, indefensa. Los niños y niñas tienen “moscas en los párpados” y “estómagos hinchados de tanto no comer”. Jamás hay que hacer referencia al pasado, ni a las particularidades de los 54 países que componen el continente: este funciona como un todo homogéneo, donde el tiempo no transcurre y cuya única conexión con el resto del mundo se da a través de la ayuda humanitaria.

   Esta construcción (que excede la ficción, para penetrar el imaginario popular) tiene base en la realidad: la región es una de las más pobres y perjudicadas del mapa: sufre guerras civiles, conflictos fronterizos y gobernantes adictos al poder (resultado -hay que decirlo- de largos siglos de colonización y de los sangrientos caminos hacia la liberación). Pero existen también historias maravillosas, así como millones de vidas comunes; cultura, religiones y distintos idiomas; tribus y grandes ciudades. En África conviven refugiados, gente trabajadora, algunos polos de desarrollo económico, otros de extrema precariedad, celulares, migrantes, enfermedades y Coca Cola. En resumen, hay humanidad propia del capitalismo del siglo XXI. 

   El ámbito artístico no se salva del prejuicio. Las músicas y bailes de todo el territorio son asociadas únicamente a percusiones y movimientos ancestrales. Desde hace tres años, un centro improvisado de ballet, ubicado en las afueras de Lagos -la ciudad más grande de Nigeria y una de las más importantes del continente- rompe estos esquemas. Se trata de Leap of dance (“Salto de baile”), un nombre que se hizo conocido globalmente, gracias a un video viral.

Decenas de miles de reproducciones llevaron la atención de los medios y de los más prestigiosos centros de danza. El fundador, Daniel Owoseni Ajala, habló con Gallo sobre los valores de su escuela.

   A lo largo de 43 segundos, Anthony Mmesoma Madu, alumno de la academia, ejecuta elegantes piruetas, giros y arabesques, bajo la lluvia. Con sus pies descalzos, construye castillos en el barro y pinturas en el aire; atrás de él, se ven cajas de botellas y una señora lavando la ropa. La actriz ganadora del Oscar y activista por los derechos civiles Viola Davis compartió la grabación con el epígrafe: “¡A pesar de los brutales obstáculos que se nos han puesto por delante, nuestra gente puede volar!”. Decenas de miles de reproducciones llevaron la atención de los medios y de los más prestigiosos centros de danza hacia esa área llamada Ojo y su particular escuela. Su fundador, Daniel Owoseni Ajala, habló con Gallo sobre los orígenes del proyecto.

   Daniel descubrió el ballet gracias a la película estadounidense “Save the last dance” (traducida en Latinoamérica como “Pasión y amor”). Esta narra la historia de una joven bailarina que, tras atravesar diversos obstáculos, audicionó para la prestigiosa academia de ballet Juilliard, con una coreografía influenciada por géneros urbanos de su lugar de residencia: el South side de Chicago, de mayoría afroamericana. “Desde ese entonces, me enamoré absolutamente del ballet. Esta forma de arte era diferente a cualquier otra cosa que hubiera visto. Quise dedicarme a eso y desafiarme”, confiesa el joven nativo de Nigeria, quien emprendió un camino autodidacta. “Me enseñé a mí mismo a través de horas y horas de búsqueda en línea. Conseguí fórmulas en Google, bajé PDFs con las posiciones, miré videos de YouTube y traté de imitar cada movimiento. Cuando intuía que algo no estaba bien, lo corregía. Me volví muy consciente de cómo se debería ver el ballet y procuré atenerme a la técnica, mientras incorporaba elementos de mi propia cultura”, agrega.

   Aunque estudió Administración en la facultad, Daniel nunca abandonó la práctica y hasta se anotó en cursos por internet. En 2017, a la hora de elegir un trabajo, no lo dudó: quiso ser docente de baile. Junto a la económica, una de las primeras barreras fue la cultural: muchas familias veían al ballet como algo indecente. “A algunas personas, levantar las piernas en el aire les resultaba diabólico. Fue mi trabajo explicarles que en realidad era una variante hermosa y elegante de mover el cuerpo”, relata Daniel, quien comenzó con tres alumnos y llegó a tener treinta. Siempre ad honorem. Debido a la rigurosidad de los entrenamientos, algunos abandonaron: hoy son doce los niños y niñas que asisten a esta academia improvisada en el comedor de su casa. La mayoría proviene del entorno rural. Con las ventanas abiertas para aprovechar la luz natural -ya que los cortes de luz son recurrentes en Lagos- y una lona en el suelo, realizan exhaustivos ejercicios de barra. Cuando hay que probar saltos y movimientos, ensayan en la calle.

   La motivación de Daniel es transformarse en un ejemplo para sus estudiantes: enseñarles a trabajar duro por sus objetivos y nunca rendirse. Para él, “el ballet les brinda una sensación de autoestima y valoración propia; les da un sitio de pertenencia, algo de lo cual estar orgullosos”. Además, lo entiende como una forma especial de entretenimiento, un momento de alivio, en el que pueden olvidarse de las luchas y los padecimientos que atraviesan cotidianamente. “Que puedan venir a clase, colocarse un traje de danza y verse como cualquier bailarín de cualquier parte del mundo es algo hermoso”, resume.

“No estamos aquí solo para arrojar luz sobre nuestros chicos y chicas, sino que el ballet de Nigeria en su conjunto debe ser reconocido”, dice Olawe Olamide.

   Olawe Olamide tiene 19 años y empezó a bailar hace tres. Viendo imágenes de sus líneas y figuras, es difícil de creer. Fue formada por Daniel y ahora es docente. Orgullosamente, se presenta como “una bailarina nigeriana, entrenada por nigerianos, en Nigeria”. “Estoy orgullosa del color de mi piel”, dice a Gallo. La afirmación no es menor, si se piensa -por ejemplo- que las zapatillas de ballet marrones se comercializan desde 2017, doscientos años después que las rosadas. Este racismo implícito atraviesa la disciplina y no se remite al vestuario. La American Ballet Theater, una de las compañías más prestigiosas del mundo -que ha ofrecido becas a alumnos de Daniel- eligió a una mujer afroamericana como bailarina principal recién hace un lustro… 75 años después de su creación. En este sentido, el trabajo de Leap of dance marca un nuevo hito hacia la diversidad en el rubro. “Creo que no estamos aquí solo para arrojar luz sobre nuestros chicos y chicas, sino que el ballet de Nigeria en su conjunto debe ser reconocido y sacado a la luz, ya que muchas otras academias y maestros han estado luchando para afianzar esta danza en el país durante mucho tiempo”, acota su fundador.

   La aparición en redes sociales y medios de comunicación le abrió nuevas posibilidades, impensadas solo meses atrás. A las donaciones particulares y de organizaciones como los Travelling tutus (o “Tutús viajeros”), se sumó la colaboración de renombrados bailarines, quienes aprovechan la pandemia para regalar clases virtuales (que van desde la técnica, hasta lecciones idiomáticas). Además, hay abogados e instituciones que están ayudando a convertir la academia en una organización sin fines de lucro. Ya hubo invitaciones a los estudiantes más destacados por parte de centros como el New York City Ballet. La próxima meta es la construcción en Nigeria de un estudio propio, a la altura del talento de los doce discípulos.

Anthony en su barriada de las afueras de Lagos.

   La vida de este profesor autogestivo es errática, casi novelística. Y, aun así, transmite la sensación de que las cosas no pudieron haber sido de otra forma. La danza debía encontrarlo; él debía formar profesionales, sin serlo; y el mundo debía ver al pequeño Anthony bailar, como lo hizo muchas veces: en el patio de su casa, sobre la tierra, con el agua cayendo sobre su cuerpo.

   Daniel atribuye la repercusión de su trabajo a una bendición de Dios. Sin embargo, hay una explicación alternativa, más terrenal. Su trayectoria personal, las decisiones que tomó y el toque indiscutido del azar se fusionan con el lugar que lo vio crecer y constituyen su misma esencia. La novelista nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie escribió una vez que la arquitectura de la región -caótica, desafiante, abrumadora- no ha sido diseñada para el turista. Para sus habitantes, en cambio, siempre brinda una esperanza resplandeciente, incluso durante las largas noches de apagón: la promesa de que van a encontrar a su gente, su rol en el mundo. “En algún lugar de Lagos hay un espacio justo para vos”, concluye Chimamanda. Eso representa Leap of Dance para Daniel y sus alumnos. Lagos es sus cisnes y ellos son Lagos.

Art&Lit

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